LAS
13 ENCÍCLICAS DE JUAN PABLO II
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"No
tengan miedo !!...abran las puertas a Cristo...! EL
MAGISTERIO DE JUAN PABLO II EN LAS 13 ENCÍCLICAS QUE HA ESCRITO
El
magisterio de Juan Pablo II, como el magisterio de cualquier otro Pontífice
en el pasado, es el conjunto de enseñanzas doctrinarias, morales
y de fe, sociales y éticas, que el Papa explícita en formas
diferentes y en ocasiones diversas. De ello, en general, queda constancia
escrita y cada año los llamados "Actos pontificios" recogen
orgánicamente estas enseñanzas. Tal magisterio se expresa
en formas de homilías, alocuciones, discursos, catequesis, meditaciones,
exhortaciones, Carta, Encíclicas, y todos estos textos, más
o menos, poseen la misma solemnidad e importancia, siendo -obviamente-
la "Carta Encíclica" el más oficial, conocido
y estudiado, solemne y comprometedor. Ofrecemos una breve presentación de cada una de estas Encíclicas transcribiendo las primeras páginas. En ellas, el Pontífice, presenta globalmente el tema del magisterio que afronta en el documento ofreciendo así una breve síntesis. Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 4 de marzo, primer domingo de Cuaresma del año 1979, primero de mi Pontificado. El Redentor del hombre, Jesucristo, es el centro del cosmos y de la historia. A Él se vuelven mi pensamiento y mi corazón en esta hora solemne que está viviendo la Iglesia y la entera familia humana contemporánea. En efecto, este tiempo en el que, después del amado Predecesor Juan Pablo I, Dios me ha confiado por misterioso designio el servicio universal vinculado con la Cátedra de San Pedro en Roma, está ya muy cercano al año dos mil. Es difícil decir en estos momentos lo que ese año indicará en el cuadrante de la historia humana y cómo será para cada uno de los pueblos, naciones, países y continentes, por más que ya desde ahora se trate de prever algunos acontecimientos. Para la Iglesia, para el Pueblo de Dios que se ha extendido -aunque de manera desigual- hasta los más lejanos confines de la tierra, aquel año será el año de un gran Jubileo. Nos estamos acercando ya a tal fecha que -aun respetando todas las correcciones debidas a la exactitud cronológica- nos hará recordar y renovar de manera particular la conciencia de la verdad-clave de la fe, expresada por San Juan al principio de su evangelio: "Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros", y en otro pasaje: "Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna".También nosotros estamos, en cierto modo, en el tiempo de un nuevo Adviento, que es tiempo de espera: "Muchas veces y en muchas maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los profetas; últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo...", por medio del Hijo-Verbo, que se hizo hombre y nació de la Virgen María. En este acto redentor, la historia del hombre ha alcanzado su cumbre en el designio de amor de Dios. Dios ha entrado en la historia de la humanidad y en cuanto hombre se ha convertido en sujeto suyo, uno de los millones y millones, y al mismo tiempo Único. A través de la Encarnación, Dios ha dado a la vida humana la dimensión que quería dar al hombre desde sus comienzos y la ha dado de manera definitiva -de modo peculiar a él solo, según su eterno amor y su misericordia, con toda la libertad divina- y a la vez con una magnificencia que, frente al pecado original y a toda la historia de los pecados de la humanidad, frente a los errores del entendimiento, de la voluntad y del corazón humano, nos permite repetir con estupor las palabras de la Sagrada Liturgia: "¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!". A Cristo Redentor he elevado mis sentimientos y mi pensamiento el día 16 de octubre del año pasado, cuando después de la elección canónica, me fue hecha la pregunta: "¿Aceptas?". Respondí entonces: "En obediencia de fe a Cristo, mi Señor, confiando en la Madre de Cristo y de la Iglesia, no obstante las graves dificultades, acepto". Quiero hacer conocer públicamente esta mi respuesta a todos sin excepción, para poner así de manifiesto que con esa verdad primordial y fundamental de la Encarnación, ya recordada, está vinculado el ministerio, que con la aceptación de la elección a Obispo de Roma y Sucesor del Apóstol Pedro, se ha convertido en mi deber específico en su misma Cátedra. He escogido los mismos nombres que había escogido mi amadísimo Predecesor Juan Pablo I. En efecto, ya el día 26 de agosto de 1978, cuando él declaró al Sacro Colegio que quería llamarse Juan Pablo -un binomio de este género no tenía precedentes en la historia del Papado- divisé en ello un auspicio elocuente de la gracia para el nuevo pontificado. Dado que aquel pontificado duró apenas 33 días, me toca a mí no sólo continuarlo sino también, en cierto modo, asumirlo desde su mismo punto de partida. Esto precisamente quedó corroborado por mi elección de aquellos dos nombres. Con esta elección, siguiendo el ejemplo de mi venerado Predecesor, deseo al igual que él expresar mi amor por la singular herencia dejada a la Iglesia por los Pontífices Juan XXIII y Pablo VI y al mismo tiempo mi personal disponibilidad a desarrollarla con la ayuda de Dios. A través de estos dos nombres y dos pontificados conecto con toda la tradición de esta Sede Apostólica, con todos los Predecesores del siglo xx y de los siglos anteriores, enlazando sucesivamente, a lo largo de las distintas épocas hasta las más remotas, con la línea de la misión y del ministerio que confiere a la Sede de Pedro un puesto absolutamente singular en la Iglesia. Juan XXIII y Pablo VI constituyen una etapa, a la que deseo referirme directamente como a umbral, a partir del cual quiero, en cierto modo en unión con Juan Pablo I, proseguir hacia el futuro, dejándome guiar por la confianza ilimitada y por la obediencia al Espíritu que Cristo ha prometido y enviado a su Iglesia. Decía Él, en efecto, a los Apóstoles la víspera de su Pasión: "Os conviene que yo me vaya. Porque, si no me fuere, el Abogado no vendrá a vosotros; pero, si me fuere, os lo enviaré". "Cuando venga el Abogado que yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí, y vosotros daréis también testimonio, porque desde el principio estáis conmigo"."Pero cuando viniere aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hacia la verdad completa, porque no hablará de sí mismo, sino que hablará lo que oyere y os comunicará las cosas venideras. 2.
DIVES IN MISERICORDIA (1980) Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 30 de noviembre, primer domingo de Adviento, del año 1980, tercero de mi Pontificado. "Dios
rico en misericordia" es el que Jesucristo nos ha revelado como Padre;
cabalmente su Hijo, en sí mismo, nos lo ha manifestado y nos lo
ha hecho conocer. A este respecto, es digno de recordar aquel momento
en que Felipe, uno de los doce apóstoles, dirigiéndose a
Cristo, le dijo: " Señor, muéstranos al Padre y nos
basta"; Jesús le respondió: " ¿Tanto tiempo
ha que estoy con vosotros y no me habéis conocido? El que me ha
visto a mí ha visto al Padre". Estas palabras fueron pronunciadas
en el discurso de despedida, al final de la cena pascual, a la que siguieron
los acontecimientos de aquellos días santos, en que debía
quedar corroborado de una vez para siempre el hecho de que "Dios,
que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó,
y estando nosotros muertos por nuestros delitos, nos dio vida por Cristo".
Siguiendo las enseñanzas del Concilio Vaticano II y en correspondencia
con las necesidades particulares de los tiempos en que vivimos, he dedicado
la Encíclica Redemptor Hominis a la verdad sobre el hombre, verdad
que nos es revelada en Cristo, en toda su plenitud y profundidad. Una
exigencia de no menor importancia, en estos tiempos críticos y
nada fáciles, me impulsa a descubrir una vez más en el mismo
Cristo el rostro del Padre, que es " misericordioso y Dios de todo
consuelo". Efectivamente, en la Constitución Gaudium et Spes
leemos: " Cristo, el nuevo Adán..., manifiesta plenamente
el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación":
y esto lo hace " en la misma revelación del misterio del Padre
y de su amor". Las palabras citadas son un claro testimonio de que
la manifestación del hombre en la plena dignidad de su naturaleza
no puede tener lugar sin la referencia -no sólo conceptual, sino
también íntegramente existencial- a Dios. EL hombre y su
vocación suprema se desvelan en Cristo mediante la revelación
del misterio del Padre y de su amor. Por esto mismo, es conveniente ahora
que volvamos la mirada a este misterio: lo están sugiriendo múltiples
experiencias de la Iglesia y del hombre contemporáneo; lo exigen
también las invocaciones de tantos corazones humanos, con sus sufrimientos
y esperanzas, sus angustias y expectación. Si es verdad que todo
hombre es en cierto sentido la vía de la Iglesia -como dije en
la encíclica Redemptor Hominis-, al mismo tiempo el Evangelio y
toda la Tradición nos están indicando constantemente que
hemos de recorrer esta vía con todo hombre, tal como Cristo la
ha trazado, revelando en sí mismo al Padre junto con su amor. En
Cristo Jesús, toda vía hacia el hombre, cual le ha sido
confiado de una vez para siempre a la Iglesia en el mutable contexto de
los tiempos, es simultáneamente un caminar al encuentro con el
Padre y su amor. EL Concilio Vaticano II ha confirmado esta verdad según
las exigencias de nuestros tiempos. Cuanto más se centre en el
hombre la misión desarrollada por la Iglesia; cuanto más
sea, por decirlo así, antropocéntrica, tanto más
debe corroborarse y realizarse teocéntricamente, esto es, orientarse
al Padre en Cristo Jesús. Mientras las diversas corrientes del
pasado y presente del pensamiento humano han sido y siguen siendo propensas
a dividir e incluso contraponer el teocentrismo y el antropocentrismo,
la Iglesia en cambio, siguiendo a Cristo, trata de unirlas en la historia
del hombre de manera orgánica y profunda. Este es también
uno de los principios fundamentales, y quizás el más importante,
del Magisterio del último Concilio. Si pues en la actual fase de
la historia de la Iglesia nos proponemos como cometido preeminente actuar
la doctrina del gran Concilio, debemos en consecuencia volver sobre este
principio con fe, con mente abierta y con el corazón. Ya en mi
citada encíclica he tratado de poner de relieve que el ahondar
y enriquecer de múltiples formas la conciencia de la Iglesia, fruto
del mismo Concilio, debe abrir más ampliamente nuestra inteligencia
y nuestro corazón a Cristo mismo. Hoy quiero añadir que
la apertura a Cristo, que en cuanto Redentor del mundo " revela plenamente
el hombre al mismo hombre ", no puede llevarse a efecto más
que a través de una referencia cada vez más madura al Padre
y a su amor. Dado en Castelgandolfo, el 14 de septiembre, fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, del año 1981, tercero de mi Pontificado. Con
su trabajo el hombre ha de procurarse el pan cotidiano, contribuir al
continuo progreso de las ciencias y la técnica, y sobre todo a
la incesante elevación cultural y moral de la sociedad en la que
vive en comunidad con sus hermanos. Y "trabajo" significa todo
tipo de acción realizada por el hombre independientemente de sus
características o circunstancias; significa toda actividad humana
que se puede o se debe reconocer como trabajo entre las múltiples
actividades de las que el hombre es capaz y a las que está predispuesto
por la naturaleza misma en virtud de su humanidad. Hecho a imagen y semejanza
de Dios en el mundo visible y puesto en él para que dominase la
tierra, el hombre está por ello, desde el principio, llamado al
trabajo. El trabajo es una de las características que distinguen
al hombre del resto de las criaturas, cuya actividad, relacionada con
el mantenimiento de la vida, no puede llamarse trabajo; solamente el hombre
es capaz de trabajar, solamente él puede llevarlo a cabo, llenando
a la vez con el trabajo su existencia sobre la tierra. De este modo el
trabajo lleva en sí un signo particular del hombre y de la humanidad,
el signo de la persona activa en medio de una comunidad de personas; este
signo determina su característica interior y constituye en cierto
sentido su misma naturaleza. Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 2 de Junio, solemnidad de la Santísima Trinidad, del año 1985, séptimo de mi Pontificado. Los
apóstoles de los Eslavos, santos Cirilo y Metodio, permanecen en
la memoria de la Iglesia junto a la gran obra de evangelización
que realizaron. Se puede afirmar más bien que su recuerdo se ha
hecho particularmente vivo y actual en nuestros días. Al considerar
la veneración, plena de gratitud, de la que los santos
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 18 de mayo, solemnidad de Pentecostés del año 1986, octavo de mi Pontificado. La Iglesia profesa su fe en el Espíritu Santo que es " Señor y dador de vida". Así lo profesa el Símbolo de la Fe, llamado nicenoconstantinopolitano por el nombre de los dos Concilios -Nicea (a. 325) y Constantinopla (a. 381)-, en los que fue formulado o promulgado. En ellos se añade también que el Espíritu Santo " habló por los profetas ". Son palabras que la Iglesia recibe de la fuente misma de su fe, Jesucristo. En efecto, según el Evangelio de Juan, el Espíritu Santo nos es dado con la nueva vida, como anuncia y promete Jesús el día grande de la fiesta de los Tabernáculos: " " Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que cree en mí ", como dice la Escritura: De su seno correrán ríos de agua viva". Y el evangelista explica: " Esto decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él ". Es el mismo símil del agua usado por Jesús en su coloquio con la Samaritana, cuando habla de una " fuente de agua que brota para la vida eterna ", y en el coloquio con Nicodemo, cuando anuncia la necesidad de un nuevo nacimiento " de agua y de Espíritu " para " entrar en el Reino de Dios ". La Iglesia, por tanto, instruida por la palabra de Cristo, partiendo de la experiencia de Pentecostés y de su historia apostólica, proclama desde el principio su fe en el Espíritu Santo, como aquél que es dador de vida, aquél en el que el inescrutable Dios uno y trino se comunica a los hombres, constituyendo en ellos la fuente de vida eterna. Esta fe, profesada ininterrumpidamente por la Iglesia, debe ser siempre fortalecida y profundizada en la conciencia del Pueblo de Dios. Durante el último siglo esto ha sucedido varias veces; desde León XIII, que publicó la Encíclica Divinum illud munus (a. 1897) dedicada enteramente al Espíritu Santo, pasando por Pío XII, que en la Encíclica Mystici Corporis (a. 1943) se refirió al Espíritu Santo como principio vital de la Iglesia, en la cual actúa conjuntamente con Cristo, Cabeza del Cuerpo Místico, hasta el Concilio Ecuménico Vaticano II, que ha hecho sentir la necesidad de una nueva profundización de la doctrina sobre el Espíritu Santo, como subrayaba Pablo VI: " A la cristología y especialmente a la eclesiología del Concilio debe suceder un estudio nuevo y un culto nuevo del Espíritu Santo, justamente como necesario complemento de la doctrina conciliar". En nuestra época, pues, estamos de nuevo llamados, por la fe siempre antigua y siempre nueva de la Iglesia, a acercarnos al Espíritu Santo que es dador de vida. Nos ayuda a ello y nos estimula también la herencia común con las Iglesias orientales, las cuales han custodiado celosamente las riquezas extraordinarias de las enseñanzas de los Padres sobre el Espíritu Santo. También por esto podemos decir que uno de los acontecimientos eclesiales más importantes de los últimos años ha sido el XVI centenario del I Concilio de Constantinopla, celebrado contemporáneamente en Constantinopla y en Roma en la solemnidad de Pentecostés del 1981. El Espíritu Santo ha sido comprendido mejor en aquella ocasión, mientras se meditaba sobre el misterio de la Iglesia, como aquél que indica los caminos que llevan a la unión de los cristianos, más aún, como la fuente suprema de esta unidad, que proviene de Dios mismo y a la que San Pablo dio una expresión particular con las palabras con que frecuentemente se inicia la liturgia eucarística: " La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo esté con todos vosotros ". De esta exhortación han partido, en cierto modo, y en ella se han inspirado las precedentes Encíclicas Redemptor hominis y Dives in misericordia, las cuales celebran el hecho de nuestra salvación realizada en el Hijo, enviado por el Padre al mundo, " para que el mundo se salve por él" y " toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre ". De esta misma exhortación arranca ahora la presente Encíclica sobre el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria: él es una Persona divina que está en el centro de la fe cristiana y es la fuente y fuerza dinámica de la renovación de la Iglesia. ( ) La Iglesia se siente llamada a esta misión de anunciar el Espíritu mientras, junto con la familia humana, se acerca al final del segundo milenio después de Cristo. En la perspectiva de un cielo y una tierra que " pasarán ", la Iglesia sabe bien que adquieren especial elocuencia las " palabras que no pasarán". Dado en Roma, junto a san Pedro, el 25 de marzo, solemnidad de la Anunciación del Señor del año 1987, noveno de mi Pontificado. La Madre del Redentor tiene un lugar preciso en el plan de la salvación, porque " al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, para que recibieran la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! " (Gál 4, 4-6). Con estas palabras del apóstol Pablo, que el Concilio Vaticano II cita al comienzo de la exposición sobre la bienaventurada Virgen María, deseo iniciar también mi reflexión sobre el significado que María tiene en el misterio de Cristo y sobre su presencia activa y ejemplar en la vida de la Iglesia. Pues, son palabras que celebran conjuntamente el amor del Padre, la misión del Hijo, el don del Espíritu, la mujer de la que nació el Redentor, nuestra filiación divina, en el misterio de la " plenitud de los tiempos". Esta plenitud delimita el momento, fijado desde toda la eternidad, en el cual el Padre envió a su Hijo " para que todo el que crea en él no perezca sino que tenga vida eterna " (Jn 3, 16). Esta plenitud señala el momento feliz en el que " la Palabra que estaba con Dios ... se hizo carne, y puso su morada entre nosotros " (Jn 1, 1. 14), haciéndose nuestro hermano. Esta misma plenitud señala el momento en que el Espíritu Santo, que ya había infundido la plenitud de gracia en María de Nazaret, plasmó en su seno virginal la naturaleza humana de Cristo. Esta plenitud define el instante en el que, por la entrada del eterno en el tiempo, el tiempo mismo es redimido y, llenándose del misterio de Cristo, se convierte definitivamente en " tiempo de salvación ". Designa, finalmente, el comienzo arcano del camino de la Iglesia. En la liturgia, en efecto, la Iglesia saluda a María de Nazaret como a su exordio, ya que en la Concepción inmaculada ve la proyección, anticipada en su miembro más noble, de la gracia salvadora de la Pascua y, sobre todo, porque en el hecho de la Encarnación encuentra unidos indisolublemente a Cristo y a María: al que es su Señor y su Cabeza y a la que, pronunciando el primer fiat de la Nueva Alianza, prefigura su condición de esposa y madre. La Iglesia, confortada por la presencia de Cristo (cf. Mt 28, 20), camina en el tiempo hacia la consumación de los siglos y va al encuentro del Señor que llega. Pero en este camino -deseo destacarlo enseguida- procede recorriendo de nuevo el itinerario realizado por la Virgen María, que " avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la Cruz ". Tomo estas palabras tan densas y evocadoras de la Constitución Lumen gentium, que en su parte final traza una síntesis eficaz de la doctrina de la Iglesia sobre el tema de la Madre de Cristo, venerada por ella como madre suya amantísima y como su figura en la fe, en la esperanza y en la caridad. Poco después del Concilio, mi gran predecesor Pablo VI quiso volver a hablar de la Virgen Santísima, exponiendo en la Carta Encíclica Christi Matri y más tarde en las Exhortaciones Apostólicas Signum magnum y Marialis cultus los fundamentos y criterios de aquella singular veneración que la Madre de Cristo recibe en la Iglesia, así como las diferentes formas de devoción mariana -litúrgicas, populares y privadas- correspondientes al espíritu de la fe. La circunstancia que ahora me empuja a volver sobre este tema es la perspectiva del año dos mil, ya cercano, en el que el Jubileo bimilenario del nacimiento de Jesucristo orienta, al mismo tiempo, nuestra mirada hacia su Madre. En los últimos años se han alzado varias voces para exponer la oportunidad de hacer preceder tal conmemoración por un análogo Jubileo, dedicado a la celebración del nacimiento de María. En realidad, aunque no sea posible establecer un preciso punto cronológico para fijar la fecha del nacimiento de María, es constante por parte de la Iglesia la conciencia de que María apareció antes de Cristo en el horizonte de la historia de la salvación. Es un hecho que, mientras se acercaba definitivamente " la plenitud de los tiempos ", o sea el acontecimiento salvífico del Emmanuel, la que había sido destinada desde la eternidad para ser su Madre ya existía en la tierra. Este " preceder " suyo a la venida de Cristo se refleja cada año en la liturgia de Adviento. Por consiguiente, si los años que se acercan a la conclusión del segundo Milenio después de Cristo y al comienzo del tercero se refieren a aquella antigua espera histórica del Salvador, es plenamente comprensible que en este período deseemos dirigirnos de modo particular a la que, en la " noche " de la espera de Adviento, comenzó a resplandecer como una verdadera " estrella de la mañana " (Stella matutina). En efecto, igual que esta estrella junto con la " aurora " precede la salida del sol, así María desde su concepción inmaculada ha precedido la venida del Salvador, la salida del " sol de justicia " en la historia del género humano. Su presencia en medio de Israel -tan discreta que pasó casi inobservada a los ojos de sus contemporáneos- resplandecía claramente ante el Eterno, el cual había asociado a esta escondida " hija de Sión " (cf. So 3, 14; Za 2, 14) al plan salvífico que abarcaba toda la historia de la humanidad. 7. SOLLICITUDO REI SOCIALIS (1987) Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 30 de diciembre del año 1987, décimo de mi Pontificado. La preocupación social de la Iglesia, orientada al desarrollo auténtico del hombre y de la sociedad, que respete y promueva en toda su dimensión la persona humana, se ha expresado siempre de modo muy diverso. Uno de los medios destacados de intervención ha sido, en los últimos tiempos, el Magisterio de los Romanos Pontífices, que, a partir de la Encíclica Rerum Novarum de León XIII como punto de referencia, ha tratado publicación de los diversos documentos sociales con los aniversarios de aquel primer documento. Los Sumos Pontífices no han dejado de iluminar la Iglesia. Por consiguiente, a partir de la aportación valiosísima de León XIII, enriquecida por las sucesivas aportaciones del Magisterio, se medida que la Iglesia, en la plenitud de la Palabra revelada por 16.26; 16, 13-15), lee los hechos según se desenvuelven en el curso de la historia. Intenta guiar de este modo a los hombres para que ellos mismos den una respuesta, con la ayuda también de la razón y de las ciencias humanas, a su vocación de constructores responsables de la sociedad terrena. En este notable cuerpo de enseñanza social se encuadra y distingue la Encíclica Populorum Progressio, que mi venerado Predecesor Pablo VI publicó el 26 de marzo de 1967. La constante actualidad de esta Encíclica se reconoce fácilmente, si se tiene en cuenta las conmemoraciones que han tenido lugar a lo largo de este año, de distinto modo y en muchos ambientes del mundo eclesiástico y civil. Con esta misma finalidad la Pontificia Comisión Iustitia et Pax envió el año pasado una carta circular a los Sínodos de las Iglesias católicas Orientales así como a las Conferencias Episcopales, pidiendo opiniones y propuestas sobre el mejor modo de celebrar el aniversario de esta Encíclica, enriquecer asimismo sus enseñanzas y eventualmente actualizarlas. La misma Comisión promovió, a la conclusión del vigésimo aniversario, una solemne conmemoración a la cual yo mismo creí oportuno tomar parte con una alocución final. Y ahora, tomado en consideración también el contenido de las respuestas dadas a la mencionada carta circular, creo conveniente, al término de 1987, dedicar una Encíclica al tema de la Populorum Progressio. Con esto me propongo alcanzar principalmente dos objetivos de no poca importancia: por un lado, rendir homenaje a este histórico documento de Pablo VI y a la importancia de su enseñanza; por el otro, manteniéndome en la línea trazada por mis venerados Predecesores en la Cátedra de Pedro, afirmar una vez más la continuidad de la doctrina social junto con su constante renovación. En efecto, continuidad y renovación son una prueba de la perenne validez de la enseñanza de la Iglesia. Esta doble connotación es característica de su enseñanza en el ámbito social. Por un lado, es constante porque se mantiene idéntica en su inspiración de fondo, en sus " principios de reflexión ", en sus fundamentales " directrices de acción " y, sobre todo, en su unión vital con el Evangelio del Señor. Por el otro, es a la vez siempre nueva, dado que está sometida a las necesarias y oportunas adaptaciones sugeridas por la variación de las condiciones históricas así como por el constante flujo de los acontecimientos en que se mueve la vida de los hombres y de las sociedades. Convencido de que las enseñanzas de la Encíclica Populorum Progressio, dirigidas a los hombres y a la sociedad de la década de los sesenta, conservan toda su fuerza de llamado a la conciencia, ahora, en la recta final de los ochenta, en un esfuerzo por trazar las líneas maestras del mundo actual, -siempre bajo la óptica del motivo inspirador, " el desarrollo de los pueblos ", bien lejos todavía de haberse alcanzado- me propongo prolongar su eco, uniéndolo con las posibles aplicaciones al actual momento histórico, tan dramático como el de hace veinte años. El tiempo -lo sabemos bien- tiene siempre la misma cadencia; hoy, sin embargo, se tiene la impresión de que está sometido a un movimiento de continua aceleración, en razón sobre todo de la multiplicación y complejidad de los fenómenos que nos tocan vivir. En consecuencia, la configuración del mundo, en el curso de los últimos veinte años, aún manteniendo algunas constantes fundamentales, ha sufrido notables cambios y presenta aspectos totalmente nuevos. Este período de tiempo, caracterizado a la vigilia del tercer milenio cristiano por una extendida espera, como si se tratara de un nuevo " adviento ", que en cierto modo concierne a todos los hombres, ofrece la ocasión de profundizar la enseñanza de la Encíclica, para ver juntos también sus perspectivas. La presente reflexión tiene la finalidad de subrayar, mediante la ayuda de la investigación teológica sobre las realidades contemporáneas, la necesidad de una concepción más rica y diferenciada del desarrollo, según las propuestas de la Encíclica, y de indicar asimismo algunas formas de actuación. Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 7 de diciembre, XXV aniversario del Decreto conciliar Ad gentes, del año 1990, decimotercero de mi Pontificado. La
misión de Cristo Redentor, confiada a la Iglesia, está aún
lejos de cumplirse. A finales del segundo milenio después de su
venida, una mirada global a la humanidad demuestra que esta misión
se halla todavía en los comienzos y que debemos comprometernos
con todas nuestras energías en su servicio. Es el Espíritu
Santo quien impulsa a anunciar las grandes obras de Dios: " Predicar
el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más
bien un deber que me incumbe: Y ¡ay de mi si no predicara el Evangelio!
"(1 Cor 9, 16). En nombre de toda la Iglesia, siento imperioso el
deber de repetir este grito de san Pablo. Desde el comienzo de mi pontificado
he tomado la decisión de viajar hasta los últimos confines
de la tierra para poner de manifiesto la solicitud misionera; y precisamente
el contacto directo con los pueblos que desconocen a Cristo me ha convencido
aún más de la urgencia de tal actividad a la cual dedico
la presente Encíclica. El Concilio Vaticano II ha querido renovar
la vida y la actividad de la Iglesia según las necesidades del
mundo contemporáneo; ha subrayado su " índole misionera
", basándola dinámicamente en la misma misión
trinitaria. El impulso misionero pertenece, pues, a la naturaleza íntima
de la vida cristiana e inspira también el ecumenismo: " Que
todos sean uno ... para que el mundo crea que tú me has enviado
" (Jn 17, 21). Muchos son ya los frutos misioneros del Concilio:
se han multiplicado las Iglesias locales provistas de Obispo, clero y
personal apostólico propios; se va logrando una inserción
más profunda de las comunidades cristianas en la vida de los pueblos;
la comunión entre las Iglesias lleva a un intercambio eficaz de
bienes y dones espirituales; la labor evangelizadora de los laicos está
cambiando la vida eclesial; las Iglesias particulares se muestran abiertas
al encuentro, al diálogo y a la colaboración con los miembros
de otras Iglesias cristianas y de otras religiones. Sobre todo, se está
afianzando una conciencia nueva: la misión atañe a todos
los cristianos, a todas las diócesis y parroquias, a las instituciones
y asociaciones eclesiales. No obstante, en esta " nueva primaveras
del cristianismo no se puede dejar oculta una tendencia negativa, que
este Documento quiere contribuir a superar: la misión específica
ad gentes parece que se va parando, no ciertamente en sintonía
con las indicaciones del Concilio y del Magisterio posterior. Dificultades
internas y externas han debilitado el impulso misionero de la Iglesia
hacia los no cristianos, lo cual es un hecho que debe preocupar a todos
los creyentes en Cristo. En efecto, en la historia de la Iglesia, este
impulso misionero ha sido siempre signo de vitalidad , así como
su disminución es signo de una crisis de fe. Dado en Roma, junto a san Pedro, el día 1 de mayo, Fiesta de san José obrero, del año 1991, décimo tercero de pontificado. El centenario de la promulgación de la encíclica de mi predecesor León XIII, de venerada memoria, que comienza con las palabras Rerum novarum, marca una fecha de relevante importancia en la historia reciente de la Iglesia y también en mi pontificado. A ella, en efecto, le ha cabido el privilegio de ser conmemorada, con solemnes documentos, por los Sumos Pontífices, a partir de su cuadragésimo aniversario hasta el nonagésimo: se puede decir que su íter histórico ha sido recordado con otros escritos que, al mismo tiempo, la actualizaban. Al hacer yo otro tanto para su primer centenario, a petición de numerosos obispos, instituciones eclesiales, centros de estudios, empresarios y trabajadores, bien sea a título personal, bien en cuanto miembros de asociaciones, deseo ante todo satisfacer la deuda de gratitud que la Iglesia entera ha contraído con el gran Papa y con su "inmortal documento"3. Es también mi deseo mostrar cómo la rica savia, que sube desde aquella raíz, no se ha agotado con el paso de los años, sino que, por el contrario, se ha hecho más fecunda. Dan testimonio de ello las iniciativas de diversa índole que han precedido, las que acompañan y las que seguirán a esta celebración; iniciativas promovidas por las Conferencias episcopales, por organismos internacionales, universidades e institutos académicos, asociaciones profesionales, así como por otras instituciones y personas en tantas partes del mundo. La presente encíclica se sitúa en el marco de estas celebraciones para dar gracias a Dios, del cual "desciende todo don excelente y toda donación perfecta" (St 1, 17), porque se ha valido de un documento, emanado hace ahora cien años por la Sede de Pedro, el cual había de dar tantos beneficios a la Iglesia y al mundo y difundir tanta luz. La conmemoración que aquí se hace se refiere a la encíclica leoniana y también a las encíclicas y demás escritos de mis predecesores, que han contribuido a hacerla actual y operante en el tiempo, constituyendo así la que iba a ser llamada "doctrina social", "enseñanza social" o también "magisterio social" de la Iglesia. A la validez de tal enseñanza se refieren ya dos encíclicas que he publicado en los años de mi pontificado: la Laborem exercens sobre el trabajo humano, y la Sollicitudo rei socialis sobre los problemas actuales del desarrollo de los hombres y de los pueblos. Quiero proponer ahora una "relectura" de la encíclica leoniana, invitando a "echar una mirada retrospectiva" a su propio texto, para descubrir nuevamente la riqueza de los principios fundamentales formulados en ella, en orden a la solución de la cuestión obrera. Invito además a "mirar alrededor", a las "cosas nuevas" que nos rodean y en las que, por así decirlo, nos hallamos inmersos, tan diversas de las "cosas nuevas" que caracterizaron el último decenio del siglo pasado. Invito, en fin, a "mirar al futuro", cuando ya se vislumbra el tercer milenio de la era cristiana, cargado de incógnitas, pero también de promesas. Incógnitas y promesas que interpelan nuestra imaginación y creatividad, a la vez que estimulan nuestra responsabilidad, como discípulos del único maestro, Cristo (cf. Mt 23, 8), con miras a indicar el camino a proclamar la verdad y a comunicar la vida que es él mismo (cf. Jn 14, 6). De este modo, no sólo se confirmará el valor permanente de tales enseñanzas, sino que se manifestará también el verdadero sentido de la Tradición de la Iglesia, la cual, siempre viva y siempre vital, edifica sobre el fundamento puesto por nuestros padres en la fe y, singularmente, sobre el que ha sido "transmitido por los Apóstoles a la Iglesia"5, en nombre de Jesucristo, el fundamento que nadie puede sustituir (cf. 1 Co 3, 11). Consciente de su misión como sucesor de Pedro, León XIII se propuso hablar, y esta misma conciencia es la que anima hoy a su sucesor. Al igual que él y otros Pontífices anteriores y posteriores a él, me voy a inspirar en la imagen evangélica del "escriba que se ha hecho discípulo del Reino de los cielos", del cual dice el Señor que "es como el amo de casa que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas viejas" (Mt 13, 52). Este tesoro es la gran corriente de la Tradición de la Iglesia, que contiene las "cosas viejas", recibidas y transmitidas desde siempre, y que permite descubrir las "cosas nuevas", en medio de las cuales transcurre la vida de la Iglesia y del mundo. De tales cosas que, incorporándose a la Tradición, se hacen antiguas, ofreciendo así ocasiones y material para enriquecimiento de la misma y de la vida de fe, forma parte también la actividad fecunda de millones y millones de hombres, quienes a impulsos del magisterio social se han esforzado por inspirarse en él con miras al propio compromiso con el mundo. Actuando individualmente o bien coordinados en grupos, asociaciones y organizaciones, ellos han constituido como un gran movimiento para la defensa de la persona humana y para la tutela de su dignidad, lo cual, en las alternantes vicisitudes de la historia, ha contribuido a construir una sociedad más justa o, al menos, a poner barreras y límites a la injusticia. La presente encíclica trata de poner en evidencia la fecundidad de los principios expresados por León XIII, los cuales pertenecen al patrimonio doctrinal de la Iglesia y, por ello, implican la autoridad del Magisterio. Pero la solicitud pastoral me ha movido además a proponer el análisis de algunos acontecimientos de la historia reciente. Es superfluo subrayar que la consideración atenta del curso de los acontecimientos, para discernir las nuevas exigencias de la evangelización, forma parte del deber de los pastores. Tal examen sin embargo no pretende dar juicios definitivos, ya que de por sí no atañe al ámbito específico del Magisterio. Dado en Roma, junto a san Pedro, el 6 de agosto -fiesta de la Transfiguración del Señor- del año 1993, décimo quinto de mi Pontificado. El esplendor de la verdad brilla en todas las obras del Creador y, de modo particular, en el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 26), pues la verdad ilumina la inteligencia y modela la libertad del hombre, que de esta manera es ayudado a conocer y amar al Señor. Por esto el salmista exclama: "¡Alza sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor!" (Sal 4, 7). Jesucristo, luz verdadera que ilumina a todo hombre. Llamados a la salvación mediante la fe en Jesucristo, "luz verdadera que ilumina a todo hombre" (Jn 1, 9), los hombres llegan a ser "luz en el Señor" e "hijos de la luz" (Ef 5, 8), y se santifican "obedeciendo a la verdad" (1 P 1, 22). Mas esta obediencia no siempre es fácil. Debido al misterioso pecado del principio, cometido por instigación de Satanás, que es "mentiroso y padre de la mentira" (Jn 8, 44), el hombre es tentado continuamente a apartar su mirada del Dios vivo y verdadero y dirigirla a los ídolos (cf. 1 Ts 1, 9), cambiando "la verdad de Dios por la mentira" (Rm 1, 25); de esta manera, su capacidad para conocer la verdad queda ofuscada y debilitada su voluntad para someterse a ella. Y así, abandonándose al relativismo y al escepticismo (cf. Jn 18, 38), busca una libertad ilusoria fuera de la verdad misma. Pero las tinieblas del error o del pecado no pueden eliminar totalmente en el hombre la luz de Dios creador. Por esto, siempre permanece en lo más profundo de su corazón la nostalgia de la verdad absoluta y la sed de alcanzar la plenitud de su conocimiento. Lo prueba de modo elocuente la incansable búsqueda del hombre en todo campo o sector. Lo prueba aún más su búsqueda del sentido de la vida. El desarrollo de la ciencia y la técnica -testimonio espléndido de las capacidades de la inteligencia y de la tenacidad de los hombres-, no exime a la humanidad de plantearse los interrogantes religiosos fundamentales, sino que más bien la estimula a afrontar las luchas más dolorosas y decisivas, como son las del corazón y de la conciencia moral. Ningún hombre puede eludir las preguntas fundamentales: ¿qué debo hacer?, ¿cómo puedo discernir el bien del mal? La respuesta es posible sólo gracias al esplendor de la verdad que brilla en lo más íntimo del espíritu humano, como dice el salmista: "Muchos dicen: "¿Quién nos hará ver la dicha?". Alza sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor!" (Sal 4, 7). La luz del rostro de Dios resplandece con toda su belleza en el rostro de Jesucristo, "imagen de Dios invisible" (Col 1, 15), "resplandor de su gloria" (Hb 1, 3), "lleno de gracia y de verdad" (Jn 1, 14): él es "el camino, la verdad y la vida" (Jn 14, 6). Por esto la respuesta decisiva a cada interrogante del hombre, en particular a sus interrogantes religiosos y morales, la da Jesucristo; más aún, como recuerda el concilio Vaticano II, la respuesta es la persona misma de Jesucristo: "Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Pues Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, de Cristo, el Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación". Jesucristo, "luz de los pueblos", ilumina el rostro de su Iglesia, la cual es enviada por él para anunciar el Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16, 15). Así la Iglesia, pueblo de Dios en medio de las naciones, mientras mira atentamente a los nuevos desafíos de la historia y a los esfuerzos que los hombres realizan en la búsqueda del sentido de la vida, ofrece a todos la respuesta que brota de la verdad de Jesucristo y de su Evangelio. En la Iglesia está siempre viva la conciencia de su "deber permanente de escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, de manera adecuada a cada generación, pueda responder a los permanentes interrogantes de los hombres sobre el sentido de la vida presente y futura y sobre la relación mutua entre ambas". Los pastores de la Iglesia, en comunión con el Sucesor de Pedro, están siempre cercanos a los fieles en este esfuerzo, los acompañan y guían con su magisterio, hallando expresiones siempre nuevas de amor y misericordia para dirigirse no sólo a los creyentes sino también a todos los hombres de buena voluntad. El concilio Vaticano II sigue siendo un testimonio privilegiado de esta actitud de la Iglesia que, "experta en humanidad", se pone al servicio de cada hombre y de todo el mundo. La Iglesia sabe que la cuestión moral incide profundamente en cada hombre; implica a todos, incluso a quienes no conocen a Cristo, su Evangelio y ni siquiera a Dios. Ella sabe que precisamente por la senda de la vida moral está abierto a todos el camino de la salvación, como lo ha recordado claramente el concilio Vaticano II: "Los que sin culpa suya no conocen el evangelio de Cristo y su Iglesia, pero buscan a Dios con sincero corazón e intentan en su vida, con la ayuda de la gracia, hacer la voluntad de Dios, conocida a través de lo que les dice su conciencia, pueden conseguir la salvación eterna". Dado en Roma, junto a san Pedro, el 25 de marzo, solemnidad de la Anunciación del Señor, del año 1995, decimoséptimo de mi Pontificado. El Evangelio de la vida está en el centro del mensaje de Jesús. Acogido con amor cada día por la Iglesia, es anunciado con intrépida fidelidad como buena noticia a los hombres de todas las épocas y culturas. En la aurora de la salvación, el nacimiento de un niño es proclamado como gozosa noticia: " Os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor " (Lc 2, 10-11). El nacimiento del Salvador produce ciertamente esta " gran alegría "; pero la Navidad pone también de manifiesto el sentido profundo de todo nacimiento humano, y la alegría mesiánica constituye así el fundamento y realización de la alegría por cada niño que nace (cf. Jn 16, 21). Presentando el núcleo central de su misión redentora, Jesús dice: " Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia " (Jn 10, 10). Se refiere a aquella vida " nueva " y " eterna ", que consiste en la comunión con el Padre, a la que todo hombre está llamado gratuitamente en el Hijo por obra del Espíritu Santificador. Pero es precisamente en esa " vida " donde encuentran pleno significado todos los aspectos y momentos de la vida del hombre. Valor incomparable de la persona humana. El hombre está llamado a una plenitud de vida que va más allá de las dimensiones de su existencia terrena, ya que consiste en la participación de la vida misma de Dios. Lo sublime de esta vocación sobrenatural manifiesta la grandeza y el valor de la vida humana incluso en su fase temporal. En efecto, la vida en el tiempo es condición básica, momento inicial y parte integrante de todo el proceso unitario de la vida humana. Un proceso que, inesperada e inmerecidamente, es iluminado por la promesa y renovado por el don de la vida divina, que alcanzará su plena realización en la eternidad (cf. 1 Jn 3, 1-2). Al mismo tiempo, esta llamada sobrenatural subraya precisamente el carácter relativo de la vida terrena del hombre y de la mujer. En verdad, esa no es realidad " última ", sino " penúltima "; es realidad sagrada, que se nos confía para que la custodiemos con sentido de responsabilidad y la llevemos a perfección en el amor y en el don de nosotros mismos a Dios y a los hermanos. La Iglesia sabe que este Evangelio de la vida, recibido de su Señor, tiene un eco profundo y persuasivo en el corazón de cada persona, creyente e incluso no creyente, porque, superando infinitamente sus expectativas, se ajusta a ella de modo sorprendente. Todo hombre abierto sinceramente a la verdad y al bien, aun entre dificultades e incertidumbres, con la luz de la razón y no sin el influjo secreto de la gracia, puede llegar a descubrir en la ley natural escrita en su corazón (cf. Rm 2, 14-15) el valor sagrado de la vida humana desde su inicio hasta su término, y afirmar el derecho de cada ser humano a ver respetado totalmente este bien primario suyo. En el reconocimiento de este derecho se fundamenta la convivencia humana y la misma comunidad política. Los creyentes en Cristo deben, de modo particular, defender y promover este derecho, conscientes de la maravillosa verdad recordada por el Concilio Vaticano II: " El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre ". En efecto, en este acontecimiento salvífico se revela a la humanidad no sólo el amor infinito de Dios que " tanto amó al mundo que dio a su Hijo único " (Jn 3, 16), sino también el valor incomparable de cada persona humana. La Iglesia, escrutando asiduamente el misterio de la Redención, descubre con renovado asombro este valor 3 y se siente llamada a anunciar a los hombres de todos los tiempos este " evangelio ", fuente de esperanza inquebrantable y de verdadera alegría para cada época de la historia. El Evangelio del amor de Dios al hombre, el Evangelio de la dignidad de la persona y el Evangelio de la vida son un único e indivisible Evangelio. Por ello el hombre, el hombre viviente, constituye el camino primero y fundamental de la Iglesia. Nuevas amenazas a la vida humana. Cada persona, precisamente en virtud del misterio del Verbo de Dios hecho carne (cf. Jn 1, 14), es confiada a la solicitud materna de la Iglesia. Por eso, toda amenaza a la dignidad y a la vida del hombre repercute en el corazón mismo de la Iglesia, afecta al núcleo de su fe en la encarnación redentora del Hijo de Dios, la compromete en su misión de anunciar el Evangelio de la vida por todo el mundo y a cada criatura (cf. Mc 16, 15). Hoy este anuncio es particularmente urgente ante la impresionante multiplicación y agudización de las amenazas a la vida de las personas y de los pueblos, especialmente cuando ésta es débil e indefensa. A las tradicionales y dolorosas plagas del hambre, las enfermedades endémicas, la violencia y las guerras, se añaden otras, con nuevas facetas y dimensiones inquietantes. Ya el Concilio Vaticano II, en una página de dramática actualidad, denunció con fuerza los numerosos delitos y atentados contra la vida humana. A treinta años de distancia, haciendo mías las palabras de la asamblea conciliar, una vez más y con idéntica firmeza los deploro en nombre de la Iglesia entera, con la certeza de interpretar el sentimiento auténtico de cada conciencia recta: " Todo lo que se opone a la vida, como los homicidios de cualquier género, los genocidios, el aborto, la eutanasia y el mismo suicidio voluntario; todo lo que viola la integridad de la persona humana, como las mutilaciones, las torturas corporales y mentales, incluso los intentos de coacción psicológica; todo lo que ofende a la dignidad humana, como las condiciones infrahumanas de vida, los encarcelamientos arbitrarios, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; también las condiciones ignominiosas de trabajo en las que los obreros son tratados como meros instrumentos de lucro, no como personas libres y responsables; todas estas cosas y otras semejantes son ciertamente oprobios que, al corromper la civilización humana, deshonran más a quienes los practican que a quienes padecen la injusticia y son totalmente contrarios al honor debido al Creador". Dado en Roma, junto a san Pedro, el día 25 de mayo, solemnidad de la ascensión del Señor, del año 1995, decimoséptimo de mi Pontificado. Ut unum sint! La llamada a la unidad de los cristianos, que el Concilio Ecuménico Vaticano II ha renovado con tan vehemente anhelo, resuena con fuerza cada vez mayor en el corazón de los creyentes, especialmente al aproximarse el Año Dos mil que será para ellos un Jubileo sacro, memoria de la Encarnación del Hijo de Dios, que se hizo hombre para salvar al hombre. El valiente testimonio de tantos mártires de nuestro siglo, pertenecientes también a otras Iglesias y Comunidades eclesiales no en plena comunión con la Iglesia católica, infunde nuevo impulso a la llamada conciliar y nos recuerda la obligación de acoger y poner en práctica su exhortación. Estos hermanos y hermanas nuestros, unidos en el ofrecimiento generoso de su vida por el Reino de Dios, son la prueba más significativa de que cada elemento de división se puede trascender y superar en la entrega total de uno mismo a la causa del Evangelio. Cristo llama a todos sus discípulos a la unidad. Me mueve el vivo deseo de renovar hoy esta invitación, de proponerla de nuevo con determinación, recordando cuanto señalé en el Coliseo romano el Viernes Santo de 1994, al concluir la meditación del Vía Crucis, dirigida por las palabras del venerable hermano Bartolomé, Patriarca ecuménico de Constantinopla. En aquella circunstancia afirmé que, unidos en el seguimiento de los mártires, los creyentes en Cristo no pueden permanecer divididos. Si quieren combatir verdadera y eficazmente la tendencia del mundo a anular el Misterio de la Redención, deben profesar juntos la misma verdad sobre la Cruz. ¡La Cruz! La corriente anticristiana pretende anular su valor, vaciarla de su significado, negando que el hombre encuentre en ella las raíces de su nueva vida; pensando que la Cruz no pueda abrir ni perspectivas ni esperanzas: el hombre, se dice, es sólo un ser terrenal que debe vivir como si Dios no existiese. A nadie escapa el desafío que todo esto supone para los creyentes. Ellos deben aceptarlo. En efecto, ?cómo podrían negarse a hacer todo lo posible, con la ayuda de Dios, para derribar los muros de la división y la desconfianza, para superar los obstáculos y prejuicios que impiden el anuncio del Evangelio de la salvación mediante la Cruz de Jesús, único Redentor del hombre, de cada hombre? Doy gracias a Dios porque nos ha llevado a avanzar por el camino difícil, pero tan rico de alegría, de la unidad y de la comunión entre los cristianos. El diálogo interconfesional a nivel teológico ha dado frutos positivos y palpables; esto anima a seguir adelante. Sin embargo, además de las divergencias doctrinales que hay que resolver, los cristianos no pueden minusvalorar el peso de las incomprensiones ancestrales que han heredado del pasado, de los malentendidos y prejuicios de los unos contra los otros. No pocas veces, además, la inercia, la indiferencia y un insuficiente conocimiento recíproco agravan estas situaciones. Por este motivo, el compromiso ecuménico debe basarse en la conversión de los corazones y en la oración, lo cual llevará incluso a la necesaria purificación de la memoria histórica. Con la gracia del Espíritu Santo, los discípulos del Señor, animados por el amor, por la fuerza de la verdad y por la voluntad sincera de perdonarse mutuamente y reconciliarse, están llamados a reconsiderar juntos su doloroso pasado y las heridas que desgraciadamente éste sigue produciendo también hoy. Están invitados por la energía siempre nueva del Evangelio a reconocer juntos con sincera y total objetividad los errores cometidos y los factores contingentes que intervinieron en el origen de sus lamentables separaciones. Es necesaria una sosegada y limpia mirada de verdad, vivificada por la misericordia divina, capaz de liberar los espíritus y suscitar en cada uno una renovada disponibilidad, precisamente para anunciar el Evangelio a los hombres de todo pueblo y nación. Con el Concilio Vaticano II la Iglesia católica se ha comprometido de modo irreversible a recorrer el camino de la acción ecuménica, poniéndose a la escucha del Espíritu del Señor, que enseña a leer atentamente los " signos de los tiempos ". Las experiencias que ha vivido y continúa viviendo en estos años la iluminan aún más profundamente sobre su identidad y su misión en la historia. La Iglesia católica reconoce y confiesa las debilidades de sus hijos, consciente de que sus pecados constituyen otras tantas traiciones y obstáculos a la realización del designio del Salvador. Sintiéndose llamada constantemente a la renovación evangélica, no cesa de hacer penitencia. Al mismo tiempo, sin embargo, reconoce y exalta aún más el poder del Señor, quien, habiéndola colmado con el don de la santidad, la atrae y la conforma a su pasión y resurrección. Enseñada por las múltiples vicisitudes de su historia, la Iglesia está llamada a liberarse de todo apoyo puramente humano, para vivir en profundidad la ley evangélica de las Bienaventuranzas. Consciente de que " la verdad no se impone sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra, con suavidad y firmeza a la vez, en las almas ", nada pide para sí sino la libertad de anunciar el Evangelio. En efecto, su autoridad se ejerce en el servicio de la verdad y de la caridad. Yo mismo quiero promover cualquier paso útil para que el testimonio de toda la comunidad católica pueda ser comprendido en su total pureza y coherencia, sobre todo ante la cita que la Iglesia tiene a las puertas del nuevo Milenio, momento excepcional para el cual pide al Señor que la unidad de todos los cristianos crezca hasta alcanzar la plena comunión. Dado en Roma, junto a san Pedro, el 14 de septiembre, fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, del año 1998, vigésimo de mi Pontificado. La
fe y la razón (Fides et ratio) son como las dos alas con las cuales
el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la
verdad. Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer
la verdad y, en definitiva, de conocerle a Él para que, conociéndolo
y amándolo, pueda alcanzar también la plena verdad sobre
sí mismo (cf. Ex 33, 18; Sal 27 [26], 8-9; 63 [62], 2-3; Jn 14,
8; 1 Jn 3, 2). |