MARTES SANTO (B): 15 de abril de 2003
CUARTA PALABRA
"¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?"
Debían ser casi las tres de la tarde. El crucificado sentía la falta de vida en sus venas, casi vacías. Agotado, hacía los últimos esfuerzos por llevar un poco de aire a sus pulmones oprimidos. Se acercaba la muerte, ante la que cada ser humano se siente sólo e impotente. Y él lo experimentaba en todo su dramatismo. Una agonía, en medio del odio y el desprecio. Sin importarle a muchos de los que se habían entusiasmado con él. Una muerte en medio del abandono de los suyos; de aquellos a los que amaba de modo especial. Sólo estaban junto a él unos soldados, deseosos de que acabase aquello de una vez, y el minúsculo grupo de los más íntimos, cuyo dolor percibía de cerca. Y fue, entonces, cuando haciendo un esfuerzo sobrehumano, aspiró aliento para gritar: ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?. Un grito que, desde entonces, no deja de escandalizar; un grito que expresa otro abandono más profundo, que nadie se hubiera atrevido ni a sospechar; un grito que impacta y atrona la historia, imponiéndose sobre toda otra queja o lamento.
Cristo lo había aguantado todo, sin rechistar. Había orado con angustia hasta destilar sangre por su piel, mientras otros podían dormir a su lado sin enterarse. Se había entregado dócilmente a los que con palos vinieron a prenderle, mientras reprendía al que con espada lo quiso proteger. Había soportado los insultos y las tergiversaciones de un juicio denigrante, sin rebelarse contra el que le abofeteó cuando se quiso defender. Se había dejado vendar los ojos para que otros jugaran con él, guaseándose de su prestigio como profeta. Había callado frente a las burlas de quien le vistió de loco, para ridiculizarlo ante todos. Había sufrido los brutales latigazos, hasta sentir sus carnes desgarradas, sin rechistar. Había aguantado las insolencias de la soldadesca, que le coronó de espinas para mofarse de su reinado. Había afrontado el camino del Calvario, sin resistirse a cargar también con la cruz. Una y otra vez caía bajo su peso, agotado y sin fuerzas, para volver a levantarse y seguir, sin echarse atrás. Se dejó clavar para ser colgado en aquel suplicio, sin protestar. Pero, casi al final, ya no pudo aguantar más y gritó: ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?
No, no era un grito de desesperación. Pero sí el grito profundo del que comparte totalmente nuestra condición; el grito del que ha probado también, hasta el fondo, la noche oscura de la fe; el grito del que experimenta lejanía ante el Dios cercano; el grito del que acude al único que puede salvar... ¡Porque Jesús, en este momento, está rezando! Y lo hace, precisamente, con un salmo inspirado por el Espíritu de Dios. ¡Cuántas veces lo habría escuchado, desde niño, en la sinagoga de su pueblo¡ ¡En cuántas ocasiones lo recitaría, cuando acudía a las fiestas! Y sabía que aquel salmo, como toda la Escritura, hablaba de Él. Estaba dicho por Dios siete siglos antes, pensando en este momento. Y, por eso, ahora lo proclama Jesús con toda su fuerza, la última que le queda, aunque sólo pueda gritar el primer verso de aquel poema del Espíritu, que al fin se hace verdad.
Aquel salmo no era simplemente una queja dirigida a Dios. Era, más bien, una confesión de plena confianza en Él. No, no estaba pensado para una situación desesperada, sino para proclamar la convicción de que Él tiene siempre la última palabra. Sí, aquel salmo, al final, se torna un canto de triunfo ¡porque está llegando la gloria de Dios!; se convierte en esperanza cierta de la resurrección: "Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré. Fieles del Señor, alabadlo; porque no ha escondido su rostro al pobre y desgraciado: cuando pidió auxilio, le escuchó. Los desvalidos comerán hasta saciarse, alabarán al Señor los que lo buscan. Porque del Señor es el Reino. Me hará vivir para Él; mi descendencia le servirá; hablarán del Señor a la generación futura, contarán su justicia al pueblo que va a nacer: ¡todo lo hizo el Señor!"