"Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen"
Tras una noche pasada en la intimidad con su Padre Dios, se fue Jesús con sus discípulos a compartir su experiencia con el pueblo. Se topó con aquellos, y con los de siempre, que se creen mejores ante Dios; que se sienten satisfechos de sí mismos y por encima de los demás, con derecho a acusar. Observó, también, entre los que venían a escucharle, a personas de esas que no gozan de buena fama, gente que se siente despreciada, a los que todos señalan con el dedo, esos que ya no podían esperar demasiado de los hombres y, menos aún, de Dios. Y fue entonces, justo entonces, cuando Jesús proclamó una de las parábolas más alucinantes. Puso un ejemplo que rompía todos los esquemas sobre Dios, de los unos y de los otros; todos esos esquemas que separan a los hombres entre sí y del verdadero Dios. Era la parábola del hijo pródigo.
Aquel Padre no se olvidó del hijo que un día se fue, sino que cada vez lo añoraba más. Cuando el hijo, al fin, regresó, no se las tuvo que ver con un padre airado o enfadado. Sorprendentemente, se encontró con la alegría y la fiesta porque había vuelto. Y ese Padre era Dios; y el hijo aquél, que quiso emanciparse, somos todos los que le dimos la espalda, para vivir al vaivén de nuestras apetencias. Y aquél Hijo que con Él era Dios y a cuya imagen nos creó para compartir todos sus bienes, finalmente se hizo hombre también. El Hijo eterno de Dios, el único que siempre estuvo en Él y lo conocía a fondo, no quería que su Padre siguiera añorando a los hijos que perdió. Por eso, un día, siguiendo un proyecto admirable, abandonó la casa paterna y se vino a este país, lejano o extraño de Dios. No tenía otra ilusión; no quería otra cosa; su asunto era, sencillamente, poderle dar a su Padre la mejor alegría: poder traer consigo, a la vuelta, a todos los hijos que un día se le dispersaron, hechos hermanos en Él. Y, por eso, se pasó tres años proclamando el perdón de Dios. Un perdón capaz de transformar y abrir el corazón de los hombres, hasta saber perdonar a los enemigos y abrazarse con Dios. Sí, el perdón de Dios que proclamaba Jesús era, sencillamente, la implantación en la tierra del amor revolucionario de Dios. Por eso le costó la cruz que pusieron sobre sus hombros los corazones estrechos, esos corazones raquíticos, apegados a los privilegios o al poder, y que viven en el miedo de perderlos.
Pero, justo porque está lleno de ese amor desconcertantemente nuevo, es ahora, en la Cruz, donde nos da su mejor lección. Sí, ahora: cuando siente en su carne el taladro de los clavos; cuando observa la satisfacción de los que, por fin, pueden quitárselo de en medio; cuando palpa el odio descargando sus golpes sobre Él... ¡Ahora, se vuelve a su Padre para rogarle que los perdone! Sí, hermanos, es el triunfo del amor sobre el odio, del perdón sobre la ofensa, de la comprensión sobre la cerrazón. Porque la excusa que presenta a su Padre es que no saben lo que hacen, que están ciegos porque aún no han entendido cómo nos quiere Dios. Y para que lo entendamos nosotros, lo dice hoy el Señor. En esa oración, en ese ruego de Jesús estamos nosotros, también. Sí, porque, en realidad, todos somos responsables de la muerte del Hijo de Dios. Todos hemos puesto sobre Él nuestras manos; todos lo hemos eliminado alguna vez en nuestra historia y en la de los demás, cuando hemos pecado.
¡Perdónalos, Padre!, porque al aplastarme soy yo el que los levanto para llevarlos a ti; porque al abrir mis brazos entre ti y los pecadores, es tu abrazo lo que quiero mostrar; porque al clavarme en la cruz, soy yo el que los libero haciéndoles entender hasta dónde los quieres Tú. Y éste es el secreto para que sean capaces de perdonar y hacer del mundo esa fiesta, ese banquete de los hijos que, ya de vuelta, estrecharás entre tus brazos.