MIÉRCOLES SANTO (B): 16 de abril de 2003
QUINTA PALABRA:

"Tengo sed"

Aquel día subió Jesús a la montaña, como antiguamente hiciera Moisés. Era un momento solemne de la Buena Noticia que traía de parte de Dios para todos los hombres. Iba a promulgar la nueva ley de su Evangelio. Iba a pronunciar las Bienaventuranzas del Reino de Dios. Entre ellas, proclamó: "Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos quedarán saciados". Aquellas Bienaventuranzas no eran simples normas morales, sino promesas de felicidad. Por eso, aquella nueva ley del Señor no venía grabada en piedra dura y fría. Jesús quería grabarla, más bien, en los corazones ansiosos que no estaban conformes con la situación; esos corazones que, no contentos con la justicia de los hombres, buscaban la de Dios; esos corazones insatisfechos con las alegrías del momento que tenían hambre y sed de algo más. Sí, allí quería imprimirla esta vez el Señor: clavarla en lo más profundo del corazón, para que nunca olvidase dónde está el secreto del verdadero gozo para el que está hecho.

Un día lo demostró. Cansado del camino y el bochorno, se sentó junto al pozo de Jacob, mientras sus discípulos fueron a buscar comida. Una samaritana llegó. "Dame de beber" -le pidió Jesús-. La mujer se extrañó: "¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber?" Y Jesús le revela entonces: "Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú y Él te daría agua viva... porque el que bebe de este pozo vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré, nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en una fuente que salta hasta la vida eterna" Aquella samaritana, poco a poco, cambió de actitud hasta anunciar con alegría su encuentro. Se cumplía la bienaventuranza: aquella mujer llevaba ya cuatro maridos en su intento de ser feliz. Pero, cuando se topó en el pozo con la verdad de Dios, dejó su cántaro ya olvidado. Y con él todo lo que le cansaba en la vida; todo lo que, en realidad, nunca le había saciado. Y es que a ayudarnos a comprender nuestra sed y a calmarla con su alegría, ha venido Jesús. Sí, porque todos luchamos, bregamos y nos agobiamos por alcanzar tantas cosas... ¡por realizar tantos sueños que nunca se logran del todo! El hombre siempre se esfuerza por ser feliz, pero nunca está contento del todo: siempre quiere más, siempre tiene sed... ¡Y Jesús ha venido para calmarla! Sí, para calmar esa sed del corazón, que nada de este mundo puede apagar, sólo Jesús tiene el agua. Sólo Él, porque está lleno del Espíritu de Dios, para el que en realidad está hecho el corazón de los hombres. Y será Él mismo quien lo podrá derramar a raudales, ya resucitado.

La muerte de Jesús en la cruz es la meta de su vida, el destino de su misión, la culminación de lo único que en realidad le interesó: la llegada a este mundo nuestro del Reinado de Dios. Ese Dios que se impone en el amor por encima de todo rechazo; más allá de todo odio; frente a toda oposición. Ese amor que se revela rotundo, de una forma tan tremenda en la muerte de Jesús. Es ese amor el que quiere derramar para calmarnos toda otra sed. Acudamos, hermanos, acudamos a la cruz. No es fuente de muerte, sino de vida; no es un triunfo del pecado, sino del amor; no es una consecuencia de la estupidez humana, sino de la sabiduría de Dios; no es una victoria más de la injusticia de los hombres, sino una proeza de la justicia nueva de Dios. Acudamos a esta fuente, del que dice tener sed. Pero es sed de que seamos contados entre aquellos a los que un día, desde la montaña, les prometió la felicidad. Luchemos, luchemos como Él, por calmar esta sed. Esa sed de amor que tantos echan de menos a nuestro alrededor. Esa sed de justicia que tantos gritan desde su situación. Esa sed de Dios, a quienes tanto lo buscan, sin poder reconocer. Quizás porque nunca tuvieron a nadie que les enseñara a mirar con fe la cruz.