DOMINGO DE RAMOS (B) 13 de abril de 2003
SEGUNDA PALABRA:

"Hoy estarás conmigo en el Paraíso"

Cuando entró en escena Jesús para instaurar ese Reino de Dios, tantas veces a su pueblo anunciado, Israel era una provincia de Roma. Todos sus compatriotas levantaban los ojos al cielo, en espera de la intervención de Dios. Eran tiempos de expectación. Todos estaban atentos a cualquier señal que les revelase el desquite de su Dios. Pero cada uno lo entendía a su modo.

Algunos, los más espirituales, se habían retirado al desierto. Allí se dedicaban al ayuno, a la ascesis y a la oración. Esperaban un reinado inminente de Dios, donde sólo entrarían los perfectos. Otros había más vivales, esos que siempre saben sacar partido de cualquier situación y quedar a cubierto. Era gente bien acomodada y no les preocupaba demasiado: "eran hijos de Israel y Dios los había elegido... ¡no hay que tener miedo!". Otros había que se pasaban el día interpretando la ley y disfrutando sus privilegios en la estructura religiosa. Había otros más subversivos, esos que pensaban en el establecimiento del Reino de Dios por la fuerza y las armas. Esos que estaban convencidos de que Dios ayuda sólo a quien se ayuda, de que sólo nuestros esfuerzos serán capaces de sacarnos a flote. Por eso, bien mentalizados, programaban sus estrategias. Aprovechaban las aglomeraciones de las fiestas en Jerusalén, para sus revueltas. Era su forma de enseñar los dientes a Roma; era su modo de desestabilizar el poder opresor.

Jesús rompía todos esos esquemas. Lo apreciamos en su encuentro con Zaqueo, aquel publicano que se aprovechaba de la situación; o con Nicodemo, el rabino entendido en la Escritura que tuvo que reconocer su cobardía; o con Pedro, el celote a quien mando envainar la espada, cuando lo quiso defender; o con Juan el Bautista, que en alguna ocasión dudó, al llegarle noticias de cómo hablaba del perdón de Dios. Sí, frente a Jesús se abrían otros horizontes. El encuentro con Él suponía toparse de bruces con las estrecheces de nuestras miras o conformismos, frente al panorama, mucho más grande, del amor y la salvación de Dios.

A Jesús lo condenaron a la crucifixión junto a otros dos. Era la pena que el derecho romano imponía a los subversivos, los revolucionarios, los agitadores contra el poder del César. Y escribieron sobre la cruz el delito por el que era ejecutado: Jesús Nazareno, Rey de los Judíos. Algunos se mofaban: ¿No decías que eras hijo de Dios? Baja de la cruz para que lo creamos... A otros ha podido salvar y, míralo... ¡sálvate a ti mismo y te creeremos! Hasta uno de los que morían con Él se hacía eco de esas burlas. Pero el otro comprendió: Él, que había luchado por expulsar al poder invasor; él, que se había jugado la vida por instaurar ese reino soñado por su pueblo, frente al imperio de Roma; él, que estaba convencido de lo justa que era su reivindicación, ahora, al ver la actitud de Jesús en la cruz, comprende su equivocación.

No, no era la utopía en la que él creía el Reino de Dios, sino el Paraíso definitivo al que aquel Rey condenado abría, con su dominio de la situación en la confianza de Dios; con su aguante callado y sereno en el amor; con su espera tan cierta en la Resurrección. Y, por eso, le pide: Acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino. En esas palabras está la confesión de su equivocación; en ese ruego está condensada toda su conversión. Aquel revolucionario ha captado que el Reino de Dios no se parece a ninguno de los que se han impuesto o se pueden imponer por la fuerza, sino el de Aquél que en total impotencia, pero sostenido por un amor inaudito, está muriendo en la cruz. Y Jesús se vuelve para absolverlo de sus crímenes y de su error y le da su promesa: Hoy estarás conmigo en el Paraíso.