VIERNES SANTO (B): 18 de abril de 2003
SÉPTIMA PALABRA:

"En tus manos encomiendo mi espíritu"

Cuando aquella madre judía veía cómo sus hijos morían a manos del tirano, por mantener su fe, se acercó al que le quedaba y lo animaba así: Yo no sé cómo aparecisteis en mis entrañas, ni fui yo quien os regaló el espíritu y la vida. Pues así el Creador del mundo, os devolverá el espíritu y la vida con misericordia, porque ahora no miráis por vosotros mismos a causa de sus leyes (2 Mac 7, 22-23). Sí, Dios modeló al hombre y le dotó de unas manos que eran como un reflejo del poder creador de Dios. A sus manos confió la obra de sus manos, para que el hombre terminara de perfeccionarla. Unas manos capaces de plasmar en lo visible la grandeza invisible de su espíritu interior. El hombre estaba, así, destinado a poner manos a la obra de Dios... Pero el hombre se dejó llevar de otro espíritu; se dejó arrastrar por la ambición... ¡y la estropeó!

Fue Daniel el que tuvo que acusar, en el nombre de Dios, a aquél rey pagano que invadió a su pueblo: no has glorificado al Dios que tiene en sus manos tu propio aliento y de quien dependen todos tus caminos (Dn 5, 23). Sí, las manos del hombre se ocuparon en acaparar para sus caprichos; en trabajar para servir a dioses falsos; en atesorar lo que se pierde con la muerte, olvidándose de enriquecer ese espíritu que quedará para siempre en las manos de Dios.

Por eso, Dios modeló otras manos, que fuesen mejor reflejo de las suyas. Esas manos con las que Cristo sanó. Esas manos con las que bendijo y dio pan en abundancia. Esas manos con las que tocó para hacer sentir la fuerza de Dios; esas manos con las que volcó las mesas de los que hacían negocio injusto; esas manos con las que acarició a los pequeños y lavó los pies de sus discípulos, en un gesto extremo de su amor. Esas manos que dejó en manos de los que las han clavado en la Cruz. Sí, se las dejó clavar para terminar, así, de cumplir con ellas la voluntad de su Padre, Dios. Las extendió dócilmente en la cruz para mostrarnos cómo era de grande el abrazo del Padre a todos los hombres.

Lo había dicho a los suyos, por última vez, la noche anterior en el huerto: "ahora ya podéis dormir y descansar. Mirad, ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de pecadores" (Mt 26, 45). Sí, el Padre lo entregó a nuestras manos sucias e injustas. Pero, al final, es en sus manos, las manos de su Padre Dios, donde el Hijo deja su espíritu de hombre consumado en el amor. Así muere Jesús. El último aliento lo dedica a Aquél para quien siempre vivió. "Padre, en tus manos pongo mi espíritu". Un grito de Jesús con el que nos dice dónde está su sitio y el verdadero y definitivo hogar de todo hombre. Sí, ha llegado ya al sitio del que es, por esencia, el Hijo de Dios. Ha llegado al sitio que también lo es para todo hombre, desde que salió de las manos de Dios. Ha llegado a la meta, el destino de los hijos de Dios, que atinaron a cumplir su voluntad con las manos que de Él recibieron.

Con ramos de olivo en nuestras manos, entramos en esta semana grande, aclamando al verdadero Mesías que traería la paz. Unas manos que tomarán cirios encendidos en la noche santa que se acerca, para romper toda oscuridad con el esplendor de luz pascual; para confesar con solemne convencimiento nuestra fe; para recibir al que vuelve del Padre, vencida la muerte y el pecado, a mostrarnos sus manos llenas de gloria y darnos su Paz. En ellas nos muestra también el destino de las nuestras, si sabemos llenarlas de buenas obras; si sabemos gastarlas en lo que merece la pena: eso que queda al final y para siempre, sin que ni la muerte ni nadie nos lo pueda ya quitar... ¡porque es lo destinado a las manos de Dios, cuando le devolvamos ese aliento suyo que late en cada uno de nosotros, para madurar en el amor!