JUEVES SANTO (B): 17 de abril de 2003
SEXTA PALABRA:
"Todo está cumplido"
Entonces, Yahveh Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente (Gn 2, 7). Así expresaba el relato del Génesis cómo salió el ser humano de las manos de Dios. No, el hombre no era una más de sus criaturas. Era algo especial y distinto. Estaba formado por un cacho de mundo, pero su vida era un aliento del mismo Dios. Tenía un cuerpo compuesto de miembros con los que abarcar los demás seres palpables, puestos a su disposición; pero Dios le había dado inteligencia para entenderlos y entenderse también con Dios. Tenía unos sentidos que lo abrían a toda la realidad de fuera; pero estaba dotado de un espíritu, por dentro, para apreciar el bien y saber escoger. Sí, ese Dios que, en sí mismo, es un misterio de amor infinito, había infundido un hálito de su vida en el hombre, haciéndolo capaz de amar también. Quería comenzar con él la aventura de una amistad; quería compartir con él, en una historia común, los mejores proyectos de su corazón; comenzaba con él la conquista de esa comunión perfecta, desde siempre soñada, con una multitud de hijos y hermanos unidos en su mismo amor.
Solo que aquel hombre primero, que de sus manos salió respirando al unísono con Él, le dio la espalda para vivir a su antojo. Pero Dios no le abandonó, ni renunció a sus proyectos. Se comprometió a salvarlo por otro hombre nuevo, que daría comienzo a una nueva historia entre Dios y los hombres; entre el hombre y su Dios. Un nuevo Adán, al que formaría esta vez con la fuerza creadora de su propio Espíritu, en el seno de una virgen fiel. Un Hijo que crecería en justicia y en santidad, hasta llamarlo "el amado y predilecto" junto al Jordán. Un Mesías que, ungido y penetrado de su Espíritu y su Verdad, sería capaz de cumplir en todo su voluntad... ¡hasta lograr realizar su obra, en bien de toda la humanidad!
Y así fue. Para esto vino Jesús: para enseñarnos a vivir y a luchar, según Dios. Con su palabra y su ejemplo..., hasta el final. Mirémoslo ahora, hermanos. Está a punto de expirar. Tres años de esfuerzo por implantar el amor de Dios entre los hombres. Tres años de empeño por despertar en los corazones sencillos aquel aliento que la soberbia apagó. ¡Tres años perdidos..! Ahí está: sentenciado por la autoridad religiosa, como un profeta falso e impostor; ejecutado por el poder establecido, como un terrorista rebelde y subversivo. Despreciado por todos. Abandonado hasta por los amigos que creía tener. Cualquiera de los que un día se entusiasmaron con Él, pensaría en un engaño. Todo lo que prometía, se ha venido al suelo; todas las esperanzas que logró despertar, sólo eran espejismos. Una utopía más de las que olvidarse.
Pero eso es lo que parece. Jesús no lo ve así. Su vida no es un fracaso, sino una victoria. El reinado de Dios, por el que ha luchado, es ahora cuando se impondrá. Su muerte no es el final de su obra, sino el comienzo con toda su fuerza. Su entrega no ha sido inútil, sino la garantía del don de Dios. Ese don de su Espíritu que ya insinuó al despertar con su aliento la vida del hombre. Ese don que prometió durante siglos a su pueblo. Ese aliento fuerte de Dios que Cristo, al expirar, derramará sobre el mundo. Y, por eso, en este momento supremo que marca el final de su historia terrena, grita convencido: ¡Todo está cumplido! E inclinando la cabeza entrega el espíritu.
Sí, se ha cumplido finalmente lo que Dios quería desde el principio; lo que Dios soñó al crear a los hombres: contagiar su amor "por dentro"; prenderlo en el corazón. Hasta aquí, Jesús ha cumplido su obra "por fuera": con su palabra y con su ejemplo. Pero ahora queda la mejor: la que llevará a cabo con su Espíritu; la que se convierte en fuente de vida que salta hasta la eternidad; la que no puede fallar, como demostrará su Resurrección.