LUNES SANTO (B): 14 de abril de 2003
TERCERA PALABRA
"Mujer, ahí tienes a tu hijo"
Con su obediencia al proyecto de Dios, frente a la desobediencia del primer Adán; con su humillación hasta dejarse clavar como un malhechor, frente al que se dejó llevar por la soberbia; con su amor frente al odio... Jesús aplastaba al diabólico enemigo que entonces venció. Destruía su obra en el corazón de los hombres; ese veneno de la autosuficiencia frente al querer de Dios, que introdujo la muerte y la división. Con su entrega en la cruz, Jesús revelaba la sabiduría de Dios, frente al engaño ancestral; la locura del amor de Dios, frente a todo cálculo limitador. Sí, esa sangre del Hijo único de Dios que empapaba la tierra, derramaba un amor nuevo, capaz de imponerse frente a cualquier odio; capaz de congregar frente a toda división; capaz de permanecer más allá de la muerte y con más plenitud. Sí, ese era el fruto de su cruz. Por eso, la Iglesia, que es ante todo comunión, sería su herencia.
Jesús mira a los que quedan junto a la cruz. Se han ido retirando los curiosos (¡todo está ya visto!)... También se han ido los que se han cansado de burlarse. Sólo quedan los soldados, que estaban para vigilar, y el grupo de los íntimos que no le han fallado. La mayoría, mujeres precisamente. Y ve al discípulo que le ha seguido hasta el final. Es el único que le ha quedado, de aquellos que eligió para que estuviesen siempre con él; de aquellos que llamó para compartir su misión; de aquellos que, en principio, lo dejaron todo para seguirle, pero que, ante la cruz, se han echado atrás. Sólo Juan estaba allí, al pie de la cruz, junto a María su madre.
Era su apóstol más joven. Pero el más maduro en el amor. Y es que, desde que lo conoció, era de los pocos que había aprendido a mirar para ver más allá de las apariencias; de los pocos que había logrado pasar de la admiración por el milagro a la meditación de sus palabras. Era el que más se había decidido a compenetrarse con Él por dentro, mejor que seguirle sólo por fuera. Un corazón joven que, más allá del simple entusiasmo por él, se había habituado a compartir sus sentimientos. Y, por eso, ahora estaba allí dando la cara. En él pesaba más el amor que los miedos; podía más la fe que las dudas. Sí, al menos éste permanecía fiel, hasta el final. Y allí estaba: ¡precisamente, con María, su madre! Aquella que, desde el principio, también se había acostumbrado a guardar todo lo referente a Él en el corazón... y, luego, lo meditaba y le daba vueltas, tratando de entenderlo. Por eso, no podía faltar, a pesar del dolor. Esa terrible cruz de su Hijo no podía ser sólo cosa de los hombres, sino también de Dios. Y ella estaba allí: tratando de entender la mejor lección de su Hijo, frente a tanta ceguera. Una lección que destrozaba todas las lógicas del mundo y que sólo podía ser entendida con un corazón habituado a Dios. Jesús vio en ellos la mejor imagen de cómo tenía que ser su Iglesia: ese recinto materno de los hijos de Dios.
Por eso, dirigiéndose a su madre, la llama mujer. Y es que era ese el nombre de Eva, la madre de los vivientes. Aquella que fue destinada a ser madre de todos los que nacerían para ser hijos de Dios. Pero aquella primera madre, que salió reciente de las manos del Creador, no estuvo a la altura de su misión. Junto al árbol que podía dar la experiencia del bien y del mal, se dejó seducir y cayó. Por eso, Dios prometió en seguida otra mujer. Una Eva nueva que no se dejaría engañar y se mantendría en pie. Una nueva madre de otra descendencia: la de los hijos perdidos y buscados que, en su regazo, vuelven a serlo de Dios. Y es ahora, cuando se cumple la promesa. Jesús, que se hizo don en la cruz, concedió primero el perdón a sus enemigos; luego, el Paraíso al malhechor; y, ahora, entrega su madre a Juan. Es su forma de darla como madre a todos los que le sigan como Juan: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Esa es ya tu misión: ser madre de los hijos que quieren serlo de Dios. No lo olvidemos nunca, hermanos. Porque, si hermanos somos, es porque somos esa nueva descendencia de quien es, desde entonces, Madre de la Iglesia. Ojalá y, entonces, sepamos ponernos a su lado, como Juan. Para poder comprender el amor encerrado en la cruz; para poder entender la sabiduría de Dios...