78° JORNADA MISIONERA MUNDIAL 2004
“EUCARISTÍA Y MISIÓN”

Queridos Hermanos y Hermanas:
1. El compromiso misionero de la Iglesia constituye, también en este comienzo del tercer
milenio, una urgencia que en varias ocasiones he querido recordar. La misión, como he
recordado en la Encíclica Redemptoris Missio, está aún lejos de cumplirse y por eso debemos
comprometernos con todas nuestras energías en su servicio (cfr. n.1). Todo el Pueblo de Dios,
en cada momento de su peregrinar en la historia, está llamado a compartir la “sed” del Redentor
(cfr Jn 19, 28). Los santos han advertido siempre con mucha fuerza esta sed de almas que hay
que salvar: baste pensar, por ejemplo, a santa Teresa de Lisieux, patrona de las misiones, y a
monseñor Comboni, gran apóstol de África, que he tenido la alegría de elevar recientemente al
honor de los altares.

Los desafíos sociales y religiosos a los que la humanidad hace frente en estos tiempos
nuestros motiva a los creyentes a renovarse en el fervor misionero. ¡Sí! Es necesario promover
con valentía la misión “ad gentes”, partiendo del anuncio de Cristo, Redentor de cada criatura
humana. El Congreso Eucarístico internacional, que será celebrado en Guadalajara, en México,
el próximo mes de octubre, mes misionero, será una ocasión extraordinaria para esta unánime
toma de conciencia misionera alrededor de la Mesa del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. Reunida
alrededor del altar, la Iglesia comprende mejor su origen y su mandato misionero. “Eucaristía
y Misión”, como bien subraya el tema de la Jornada Misionera Mundial de este año, forman un
binomio inseparable. A la reflexión sobre los lazos que existen entre el misterio eucarístico y el
misterio de la Iglesia, se une este año una elocuente referencia a la Virgen Santa, gracias a la
celebración del 150 aniversario de la definición de la Inmaculada Concepción (1854-2004).
Contemplamos la Eucaristía con los ojos de María. Contando con la intercesión de la Virgen, la
Iglesia ofrece a Cristo, pan de la salvación, a todas las gentes, para que le reconozcan y le acojan
como único salvador.

2. Volviendo idealmente al Cenáculo, el año pasado, precisamente el Jueves Santo, he firmado
la Encíclica Ecclesia de Eucharistia, de la que quisiera tomar algunos pasajes que nos pueden
ayudar, queridos Hermanos y Hermanas, a vivir con espíritu eucarístico la próxima Jornada
Misionera Mundial.

«La Eucaristía edifica la Iglesia y la Iglesia hace la Eucaristía» (n. 26): así escribía
observando cómo la misión de la Iglesia se encuentra en continuidad con la de Cristo (Cfr Jn 20,
21), y obtiene fuerza espiritual de la comunión con su Cuerpo y con su Sangre. Fin de la
Eucaristía es precisamente «la comunión de los hombres con Cristo y, en Él, con el Padre y con
el Espíritu Santo» (Ecclesia de Eucharistia, 22). Cuando se participa en el Sacrificio Eucarístico
se percibe más a fondo la universalidad de la redención, y consecuentemente, la urgencia de la
misión de la Iglesia, cuyo programa «se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que
conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su
perfeccionamiento en la Jerusalén celeste» (Ibíd., 60).

Alrededor de Cristo eucarístico la Iglesia crece como pueblo, templo y familia de Dios: una,
santa católica y apostólica. Al mismo tiempo, comprende mejor su carácter de sacramento
universal de salvación y de realidad visible jerárquicamente estructurada. Ciertamente «no se
construye ninguna comunidad cristiana si ésta no tiene como raíz y centro la celebración de la
sagrada Eucaristía» (Ibíd.., 33; cfr Presbyterorum Ordinis, 6). Al término de cada santa Misa,
cuando el celebrante despide la asamblea con las palabras “Ite, misa est”, todos deben sentirse
enviados como “misioneros de la Eucaristía” a difundir en todos los ambientes el gran don
recibido. De hecho, quien encuentra a Cristo en la Eucaristía no puede no proclamar con la vida
el amor misericordioso del Redentor.

3. Para vivir de la Eucaristía es necesario, además, demorarse largo tiempo en oración ante el
Santísimo Sacramento, experiencia que yo mismo hago cada día encontrando en ello fuerza,
consuelo y apoyo (cfr Ecclesia de Eucharistia, 25). La Eucaristía, subraya el Concilio Vaticano
II, «es fuente y cumbre de toda la vida cristiana» (Lumen gentium, 11), «fuente y culminación
de toda la predicación evangélica» (Presbyterorum Ordinis, 5).

El pan y el vino, fruto del trabajo del hombre, transformados por la fuerza del Espíritu Santo
en el cuerpo y sangre de Cristo, son la prueba de “un nuevo cielo y una nueva tierra” (Ap 21, 1),
que la Iglesia anuncia en su misión cotidiana. En Cristo, que adoramos presente en el misterio
eucarístico, el Padre ha pronunciado la palabra definitiva sobre el hombre y sobre su historia.
¿Podría realizar la Iglesia su propia vocación sin cultivar una constante relación con la
Eucaristía, sin nutrirse de este alimento que santifica, sin posarse sobre este apoyo indispensable
para su acción misionera? Para evangelizar el mundo son necesarios apóstoles “expertos” en la
celebración, adoración y contemplación de la Eucaristía.

4. En la Eucaristía volvemos a vivir el misterio de la Redención culminante en el sacrificio del
Señor, como lo señalan las palabras de la consagración: “mi cuerpo que es entregado por
vosotros... mi sangre, que es derramada por vosotros” (Lc 22, 19-20). Cristo ha muerto por
todos; el don de la salvación es para todos, don que la Eucaristía hace presente sacramentalmente
a lo largo de la historia: “haced esto en recuerdo mío” (Lc 22, 19). Este mandato está confiado
a los ministros ordenados mediante el sacramento del Orden. A este banquete y sacrificio están
invitados todos los hombres, para poder, así, participar de la misma vida de Cristo: “El que come
mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha
enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí” (Jn 6, 56-57).
Alimentados de Él, los creyentes comprenden que la tarea misionera consiste en el ser “una
oblación agradable, santificada por el Espíritu Santo” (Rm 15, 16), para formar cada vez más
“un solo corazón y una sola alma” (Hch 4, 32) y ser así testigos de su amor hasta los extremos
confines de la tierra.

La Iglesia, Pueblo de Dios en camino a lo largo de los siglos, renovando cada día el
sacrificio del altar, espera la vuelta gloriosa de Cristo. Es cuanto proclama, después de la
consagración, la asamblea eucarística reunida alrededor del altar. Con fe cada vez renovada,
confirma el deseo del encuentro final con Aquél que vendrá a llevar a cumplimiento su designio
de salvación universal.

El Espíritu Santo, con su acción invisible, pero eficaz, conduce al pueblo cristiano en este
su diario camino espiritual, que conoce inevitables momentos de dificultad y experimenta el
misterio de la Cruz. La Eucaristía es el consuelo y la prueba de la victoria definitiva para quien
lucha contra el mal y el pecado; es el “pan de vida” que sostiene a todos cuantos, a su vez, se
hacen “pan partido” para los hermanos, pagando a veces incluso con el martirio su fidelidad al
Evangelio.

5. Se conmemora este año, como he recordado, el 150 aniversario de la proclamación del
dogma de la Inmaculada Concepción. María fue “redimida” de modo eminente en previsión de
los méritos de su Hijo” (Lumen gentium, 53). Consideraba en la Carta encíclica Ecclesia de
Eucharistia: «Mirándola a ella conocemos la fuerza trasformadora que tiene la Eucaristía. En ella
vemos el mundo renovado por el amor» (n. 62).

María, «el primer tabernáculo de la historia» (Ibíd., 55), nos muestra y nos ofrece a Cristo,
nuestro Camino, Verdad y Vida (cfr Jn 14, 6). «Así como Iglesia y Eucaristía son un binomio
inseparable, lo mismo se puede decir del binomio María y Eucaristía» (Ecclesia de Eucharistia,
57).

Es mi deseo que la feliz coincidencia del Congreso Internacional Eucarístico con el 150
aniversario de la definición de la Inmaculada ofrezca a los fieles, a las parroquias y a los
Institutos misioneros la oportunidad de afianzarse en el ardor misionero, para que se mantenga
viva en cada comunidad «una verdadera hambre de la Eucaristía» (Ibíd., n. 33).

La ocasión es igualmente propicia para recordar la contribución que las beneméritas Obras
Misionales Pontificias ofrecen a la acción apostólica de la Iglesia. Éstas cuentan con todo mi
aprecio y les doy las gracias, en nombre de todos, por el precioso servicio que ofrecen a la nueva
evangelización y a la misión ad gentes. Invito a apoyarlas espiritual y materialmente, para que
también gracias a su aportación el anuncio evangélico pueda llegar a todos los pueblos de la
tierra.

Con tales sentimientos, invocando la materna intercesión de María, “Mujer eucarística”, os
bendigo de corazón a todos.

En el Vaticano, 19 de abril de 2004
IOANNES PAULUS II