Queridos
Hermanos y Hermanas:
1. El compromiso misionero de la Iglesia constituye, también en este
comienzo del tercer
milenio, una urgencia que en varias ocasiones he querido recordar. La misión,
como he
recordado en la Encíclica Redemptoris Missio, está aún
lejos de cumplirse y por eso debemos
comprometernos con todas nuestras energías en su servicio (cfr. n.1).
Todo el Pueblo de Dios,
en cada momento de su peregrinar en la historia, está llamado a compartir
la “sed” del Redentor
(cfr Jn 19, 28). Los santos han advertido siempre con mucha fuerza esta sed
de almas que hay
que salvar: baste pensar, por ejemplo, a santa Teresa de Lisieux, patrona de
las misiones, y a
monseñor Comboni, gran apóstol de África, que he tenido
la alegría de elevar recientemente al
honor de los altares.
Los desafíos
sociales y religiosos a los que la humanidad hace frente en estos tiempos
nuestros motiva a los creyentes a renovarse en el fervor misionero. ¡Sí!
Es necesario promover
con valentía la misión “ad gentes”, partiendo del
anuncio de Cristo, Redentor de cada criatura
humana. El Congreso Eucarístico internacional, que será celebrado
en Guadalajara, en México,
el próximo mes de octubre, mes misionero, será una ocasión
extraordinaria para esta unánime
toma de conciencia misionera alrededor de la Mesa del Cuerpo y de la Sangre
de Cristo. Reunida
alrededor del altar, la Iglesia comprende mejor su origen y su mandato misionero.
“Eucaristía
y Misión”, como bien subraya el tema de la Jornada Misionera Mundial
de este año, forman un
binomio inseparable. A la reflexión sobre los lazos que existen entre
el misterio eucarístico y el
misterio de la Iglesia, se une este año una elocuente referencia a la
Virgen Santa, gracias a la
celebración del 150 aniversario de la definición de la Inmaculada
Concepción (1854-2004).
Contemplamos la Eucaristía con los ojos de María. Contando con
la intercesión de la Virgen, la
Iglesia ofrece a Cristo, pan de la salvación, a todas las gentes, para
que le reconozcan y le acojan
como único salvador.
2. Volviendo
idealmente al Cenáculo, el año pasado, precisamente el Jueves
Santo, he firmado
la Encíclica Ecclesia de Eucharistia, de la que quisiera tomar algunos
pasajes que nos pueden
ayudar, queridos Hermanos y Hermanas, a vivir con espíritu eucarístico
la próxima Jornada
Misionera Mundial.
«La
Eucaristía edifica la Iglesia y la Iglesia hace la Eucaristía»
(n. 26): así escribía
observando cómo la misión de la Iglesia se encuentra en continuidad
con la de Cristo (Cfr Jn 20,
21), y obtiene fuerza espiritual de la comunión con su Cuerpo y con su
Sangre. Fin de la
Eucaristía es precisamente «la comunión de los hombres con
Cristo y, en Él, con el Padre y con
el Espíritu Santo» (Ecclesia de Eucharistia, 22). Cuando se participa
en el Sacrificio Eucarístico
se percibe más a fondo la universalidad de la redención, y consecuentemente,
la urgencia de la
misión de la Iglesia, cuyo programa «se centra, en definitiva,
en Cristo mismo, al que hay que
conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar
con él la historia hasta su
perfeccionamiento en la Jerusalén celeste» (Ibíd., 60).
Alrededor
de Cristo eucarístico la Iglesia crece como pueblo, templo y familia
de Dios: una,
santa católica y apostólica. Al mismo tiempo, comprende mejor
su carácter de sacramento
universal de salvación y de realidad visible jerárquicamente estructurada.
Ciertamente «no se
construye ninguna comunidad cristiana si ésta no tiene como raíz
y centro la celebración de la
sagrada Eucaristía» (Ibíd.., 33; cfr Presbyterorum Ordinis,
6). Al término de cada santa Misa,
cuando el celebrante despide la asamblea con las palabras “Ite, misa est”,
todos deben sentirse
enviados como “misioneros de la Eucaristía” a difundir en
todos los ambientes el gran don
recibido. De hecho, quien encuentra a Cristo en la Eucaristía no puede
no proclamar con la vida
el amor misericordioso del Redentor.
3. Para
vivir de la Eucaristía es necesario, además, demorarse largo tiempo
en oración ante el
Santísimo Sacramento, experiencia que yo mismo hago cada día encontrando
en ello fuerza,
consuelo y apoyo (cfr Ecclesia de Eucharistia, 25). La Eucaristía, subraya
el Concilio Vaticano
II, «es fuente y cumbre de toda la vida cristiana» (Lumen gentium,
11), «fuente y culminación
de toda la predicación evangélica» (Presbyterorum Ordinis,
5).
El pan
y el vino, fruto del trabajo del hombre, transformados por la fuerza del Espíritu
Santo
en el cuerpo y sangre de Cristo, son la prueba de “un nuevo cielo y una
nueva tierra” (Ap 21, 1),
que la Iglesia anuncia en su misión cotidiana. En Cristo, que adoramos
presente en el misterio
eucarístico, el Padre ha pronunciado la palabra definitiva sobre el hombre
y sobre su historia.
¿Podría realizar la Iglesia su propia vocación sin cultivar
una constante relación con la
Eucaristía, sin nutrirse de este alimento que santifica, sin posarse
sobre este apoyo indispensable
para su acción misionera? Para evangelizar el mundo son necesarios apóstoles
“expertos” en la
celebración, adoración y contemplación de la Eucaristía.
4. En la
Eucaristía volvemos a vivir el misterio de la Redención culminante
en el sacrificio del
Señor, como lo señalan las palabras de la consagración:
“mi cuerpo que es entregado por
vosotros... mi sangre, que es derramada por vosotros” (Lc 22, 19-20).
Cristo ha muerto por
todos; el don de la salvación es para todos, don que la Eucaristía
hace presente sacramentalmente
a lo largo de la historia: “haced esto en recuerdo mío” (Lc
22, 19). Este mandato está confiado
a los ministros ordenados mediante el sacramento del Orden. A este banquete
y sacrificio están
invitados todos los hombres, para poder, así, participar de la misma
vida de Cristo: “El que come
mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él. Lo mismo
que el Padre, que vive, me ha
enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá
por mí” (Jn 6, 56-57).
Alimentados de Él, los creyentes comprenden que la tarea misionera consiste
en el ser “una
oblación agradable, santificada por el Espíritu Santo” (Rm
15, 16), para formar cada vez más
“un solo corazón y una sola alma” (Hch 4, 32) y ser así
testigos de su amor hasta los extremos
confines de la tierra.
La Iglesia,
Pueblo de Dios en camino a lo largo de los siglos, renovando cada día
el
sacrificio del altar, espera la vuelta gloriosa de Cristo. Es cuanto proclama,
después de la
consagración, la asamblea eucarística reunida alrededor del altar.
Con fe cada vez renovada,
confirma el deseo del encuentro final con Aquél que vendrá a llevar
a cumplimiento su designio
de salvación universal.
El Espíritu
Santo, con su acción invisible, pero eficaz, conduce al pueblo cristiano
en este
su diario camino espiritual, que conoce inevitables momentos de dificultad y
experimenta el
misterio de la Cruz. La Eucaristía es el consuelo y la prueba de la victoria
definitiva para quien
lucha contra el mal y el pecado; es el “pan de vida” que sostiene
a todos cuantos, a su vez, se
hacen “pan partido” para los hermanos, pagando a veces incluso con
el martirio su fidelidad al
Evangelio.
5. Se conmemora
este año, como he recordado, el 150 aniversario de la proclamación
del
dogma de la Inmaculada Concepción. María fue “redimida”
de modo eminente en previsión de
los méritos de su Hijo” (Lumen gentium, 53). Consideraba en la
Carta encíclica Ecclesia de
Eucharistia: «Mirándola a ella conocemos la fuerza trasformadora
que tiene la Eucaristía. En ella
vemos el mundo renovado por el amor» (n. 62).
María,
«el primer tabernáculo de la historia» (Ibíd., 55),
nos muestra y nos ofrece a Cristo,
nuestro Camino, Verdad y Vida (cfr Jn 14, 6). «Así como Iglesia
y Eucaristía son un binomio
inseparable, lo mismo se puede decir del binomio María y Eucaristía»
(Ecclesia de Eucharistia,
57).
Es mi deseo
que la feliz coincidencia del Congreso Internacional Eucarístico con
el 150
aniversario de la definición de la Inmaculada ofrezca a los fieles, a
las parroquias y a los
Institutos misioneros la oportunidad de afianzarse en el ardor misionero, para
que se mantenga
viva en cada comunidad «una verdadera hambre de la Eucaristía»
(Ibíd., n. 33).
La ocasión
es igualmente propicia para recordar la contribución que las beneméritas
Obras
Misionales Pontificias ofrecen a la acción apostólica de la Iglesia.
Éstas cuentan con todo mi
aprecio y les doy las gracias, en nombre de todos, por el precioso servicio
que ofrecen a la nueva
evangelización y a la misión ad gentes. Invito a apoyarlas espiritual
y materialmente, para que
también gracias a su aportación el anuncio evangélico pueda
llegar a todos los pueblos de la
tierra.
Con tales
sentimientos, invocando la materna intercesión de María, “Mujer
eucarística”, os
bendigo de corazón a todos.
En el Vaticano,
19 de abril de 2004
IOANNES PAULUS II