El Papa recuerda en la misa de la Cena del Señor que la eucarística exige fe y la
fe requiere amor, porque de lo contrario se trata de una fe muerta
Jueves, 21 abr (RV).- La indiferencia, las excusas, el desinterés por acercarnos a
Jesús que nos pide ir a su encuentro, la unidad que representa el sacramento de la
Eucarística y la necesidad de convertirnos continuamente con la humildad de un discípulo
que cumple la voluntad del Maestro, fueron sólo algunas de las reflexiones de Benedicto
XVI en su homilía de la misa de la Cena del Señor.
La celebración que abre
el Triduo Pascual haciendo memoria de la institución de la Eucarística y del Sacerdocio
fue presidida por el Santo Padre, en la basílica de San Juan de Letrán, Catedral de
Roma, donde cumplió el tradicional rito de la lavanda de los pies a doce sacerdotes
de la diócesis de Roma y que concluyó con la Adoración del Santísimo Sacramento.
El Papa abrió su homilía hablando del ardiente deseo de Jesús de participar
en esa última cena. “Anhelaba en su interior ese momento en el que se iba a dar a
los suyos bajo las especies del pan y del vino”, para transformarlos y comenzar así
la transformación del mundo. En el deseo de Jesús- explicó el Santo Padre- podemos
reconocer el deseo de Dios mismo, su amor por los hombres, un amor que aguarda la
manifestación de sus hijos. Una espera a la que el Papa colocó varias interrogantes
Y nosotros, ¿tenemos verdaderamente deseo de Él? ¿No sentimos en nuestro
interior el impulso de ir a su encuentro? ¿Anhelamos su cercanía, ese ser uno con
Él, que se nos regala en la Eucaristía? ¿O somos, más bien, indiferentes, distraídos,
ocupados totalmente en otras cosas? Por las parábolas de Jesús sobre los banquetes,
sabemos que Él conoce la realidad de que hay puestos que quedan vacíos, la respuesta
negativa, el desinterés por Él y su cercanía. Los puestos vacíos en el banquete nupcial
del Señor, con o sin excusas, son para nosotros, ya desde hace tiempo, no una parábola
sino una realidad actual, precisamente en aquellos países en los que había mostrado
su particular cercanía
Pero
también, recordó Benedicto XVI estaban aquellos invitados que Jesús sabía que vendrían
al banquete, pero sin ir vestidos con el traje de boda, es decir, “sin alegría por
su cercanía, como cumpliendo sólo una costumbre”. El Papa encuentra una respuesta
en San Gregorio Magno, que explicaba que aquellos que van al banquete sin el traje
nupcial han sido llamados y van porque en cierto modo tienen fe, que es la que les
abre la puerta, “pero les falta el traje nupcial del amor”. Y es que “la comunión
eucarística exige la fe, pero la fe requiere el amor, de lo contrario también como
fe está muerta”.
Benedicto XVI continuó su homilía aludiendo al otro propósito
de Jesús en la última cena antes de su Pasión, que era el de anunciar con insistencia
los elementos de su mensaje: “Palabra y sacramento, mensaje y don que están indisolublemente
unidos” pero sobretodo, la oración de Jesús, el “agradecer” y el “bendecir”.
Jesús
transforma su Pasión en oración, en ofrenda al Padre por los hombres. Esta transformación
de su sufrimiento en amor posee una fuerza transformadora para los dones, en los que
él ahora se da a sí mismo. Él nos los da para que nosotros y el mundo seamos transformados.
El objetivo propio y último de la transformación eucarística es nuestra propia transformación
en la comunión con Cristo. La Eucaristía apunta al hombre nuevo, al mundo nuevo, tal
como éste puede nacer sólo a partir de Dios mediante la obra del Siervo de Dios
En
su plegaria, explicó el Papa Jesús pide que todos sean uno “como tu, Padre en mi y
yo en ti para que el mundo crea”. Es decir, “la unidad de los cristianos sólo se da
si los cristianos están íntimamente unidos a Él, a Jesús. Fe y amor por Jesús, fe
en su ser uno con el Padre y apertura a la unidad con él son esenciales”. Y la eucaristía
- recordó Benedicto XVI - es sacramento de la unidad” (...) “ella es el encuentro
personalísimo con el Señor”, pero nunca es un mero acto de devoción individual, pues
la celebramos necesariamente juntos, ya que en cada comunidad está el Señor en su
totalidad.
El otro aspecto de esa unidad contenida en la oración de Jesús
fue tocado por el Santo Padre en su homilía al relatar los distintos episodios en
los que ante las dudas y las caídas como las de Pedro, el Señor pide por su fe y su
conversión. Una conversión de la que todos los seres humanos, excepto María, tienen
necesidad continuamente.
Todos debemos aprender siempre a aceptar a Dios
y a Jesucristo como Él es, y no como nos gustaría que fuese. También nosotros tenemos
dificultad en aceptar que él se haya unido a las limitaciones de su Iglesia y de sus
ministros. Tampoco nosotros queremos aceptar que Él no tenga poder en el mundo. También
nosotros nos parapetamos detrás de pretextos cuando nuestro pertenecer a Él se hace
muy costoso o muy peligroso. Todos tenemos necesidad de una conversión que acoja a
Jesús en su ser-Dios y ser-Hombre. Tenemos necesidad de la humildad del discípulo
que cumple la voluntad del Maestro. En este momento queremos pedirle que nos mire
también a nosotros como miró a Pedro, en el momento oportuno, con sus ojos benévolos,
y que nos convierta
Texto
completo
Homilía Misa In Coena Domini
«Ardientemente
he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer» (Lc 22,15). Con estas
palabras, Jesús comenzó la celebración de su última cena y de la institución de la
santa Eucaristía. Jesús tuvo grandes deseos de ir al encuentro de aquella hora. Anhelaba
en su interior ese momento en el que se iba a dar a los suyos bajo las especies del
pan y del vino. Esperaba aquel momento que tendría que ser en cierto modo el de las
verdaderas bodas mesiánicas: la transformación de los dones de esta tierra y el llegar
a ser uno con los suyos, para transformarlos y comenzar así la transformación del
mundo. En el deseo de Jesús podemos reconocer el deseo de Dios mismo, su amor por
los hombres, por su creación, un amor que espera. El amor que aguarda el momento de
la unión, el amor que quiere atraer hacia sí a todos los hombres, cumpliendo también
así lo que la misma creación espera; en efecto, ella aguarda la manifestación de los
hijos de Dios (cf. Rm 8,19). Jesús nos desea, nos espera. Y nosotros, ¿tenemos verdaderamente
deseo de él? ¿No sentimos en nuestro interior el impulso de ir a su encuentro? ¿Anhelamos
su cercanía, ese ser uno con él, que se nos regala en la Eucaristía? ¿O somos, más
bien, indiferentes, distraídos, ocupados totalmente en otras cosas? Por las parábolas
de Jesús sobre los banquetes, sabemos que él conoce la realidad de que hay puestos
que quedan vacíos, la respuesta negativa, el desinterés por él y su cercanía. Los
puestos vacíos en el banquete nupcial del Señor, con o sin excusas, son para nosotros,
ya desde hace tiempo, no una parábola sino una realidad actual, precisamente en aquellos
países en los que había mostrado su particular cercanía. Jesús también tenía experiencia
de aquellos invitados que vendrían, sí, pero sin ir vestidos con el traje de boda,
sin alegría por su cercanía, como cumpliendo sólo una costumbre y con una orientación
de sus vidas completamente diferente. San Gregorio Magno, en una de sus homilías se
preguntaba: ¿Qué tipo de personas son aquellas que vienen sin el traje nupcial? ¿En
qué consiste este traje y como se consigue? Su respuesta dice así: Los que han sido
llamados y vienen, en cierto modo tienen fe. Es la fe la que les abre la puerta. Pero
les falta el traje nupcial del amor. Quien vive la fe sin amor no está preparado para
la boda y es arrojado fuera. La comunión eucarística exige la fe, pero la fe requiere
el amor, de lo contrario también como fe está muerta.
Sabemos por los
cuatro Evangelios que la última cena de Jesús, antes de la Pasión, fue también un
lugar de anuncio. Jesús propuso una vez más con insistencia los elementos fundamentales
de su mensaje. Palabra y Sacramento, mensaje y don están indisolublemente unidos.
Pero durante la Última Cena, Jesús sobre todo oró. Mateo, Marcos y Lucas utilizan
dos palabras para describir la oración de Jesús en el momento central de la Cena:
«eucharistesas» y «eulogesas» -«agradecer» y «bendecir». El movimiento ascendente
del agradecimiento y el descendente de la bendición van juntos. Las palabras de la
transustanciación son parte de esta oración de Jesús. Son palabras de plegaria. Jesús
transforma su Pasión en oración, en ofrenda al Padre por los hombres. Esta transformación
de su sufrimiento en amor posee una fuerza transformadora para los dones, en los que
él ahora se da a sí mismo. Él nos los da para que nosotros y el mundo seamos transformados.
El objetivo propio y último de la transformación eucarística es nuestra propia transformación
en la comunión con Cristo. La Eucaristía apunta al hombre nuevo, al mundo nuevo, tal
como éste puede nacer sólo a partir de Dios mediante la obra del Siervo de Dios.
Gracias
a Lucas y, sobre todo, a Juan sabemos que Jesús en su oración durante la Última Cena
dirigió también peticiones al Padre, súplicas que contienen al mismo tiempo un llamamiento
a sus discípulos de entonces y de todos los tiempos. Quisiera en este momento referirme
sólo una súplica que, según Juan, Jesús repitió cuatro veces en su oración sacerdotal.
¡Cuánta angustia debió sentir en su interior! Esta oración sigue siendo de continuo
su oración al Padre por nosotros: es la plegaria por la unidad. Jesús dice explícitamente
que esta súplica vale no sólo para los discípulos que estaban entonces presentes,
sino que apunta a todos los que creerán en él (cf. Jn 17, 20). Pide que todos sean
uno «como tú, Padre, en mí, y yo en ti, para que el mundo crea» (Jn 17, 21). La unidad
de los cristianos sólo se da si los cristianos están íntimamente unidos a él, a Jesús.
Fe y amor por Jesús, fe en su ser uno con el Padre y apertura a la unidad con él son
esenciales. Esta unidad no es algo solamente interior, místico. Se ha de hacer visible,
tan visible que constituya para el mundo la prueba de la misión de Jesús por parte
del Padre. Por eso, esa súplica tiene un sentido eucarístico escondido, que Pablo
ha resaltado con claridad en la Primera carta a los Corintios: «El pan que partimos,
¿no nos une a todos en el cuerpo de Cristo? El pan es uno, y así nosotros, aunque
somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan» (1 Co 10,
16s). La Iglesia nace con la Eucaristía. Todos nosotros comemos del mismo pan, recibimos
el mismo cuerpo del Señor y eso significa: Él nos abre a cada uno más allá de sí mismo.
Él nos hace uno entre todos nosotros. La Eucaristía es el misterio de la íntima cercanía
y comunión de cada uno con el Señor. Y, al mismo tiempo, es la unión visible entre
todos. La Eucaristía es sacramento de la unidad. Llega hasta el misterio trinitario,
y crea así a la vez la unidad visible. Digámoslo de nuevo: ella es el encuentro personalísimo
con el Señor y, sin embargo, nunca es un mero acto de devoción individual. La celebramos
necesariamente juntos. En cada comunidad está el Señor en su totalidad. Pero es el
mismo en todas las comunidades. Por eso, forman parte necesariamente de la Oración
eucarística de la Iglesia las palabras: «una cum Papa nostro et cum Episcopo nostro».
Esto no es un añadido exterior a lo que sucede interiormente, sino expresión necesaria
de la realidad eucarística misma. Y nombramos al Papa y al Obispo por su nombre: la
unidad es totalmente concreta, tiene nombres. Así, se hace visible la unidad, se convierte
en signo para el mundo y establece para nosotros mismos un criterio concreto.
San
Lucas nos ha conservado un elemento concreto de la oración de Jesús por la unidad:
«Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para cribaros como trigo. Pero yo
he pedido por ti, para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te hayas convertido, confirma
a tus hermanos» (Lc 22, 31s). Hoy comprobamos de nuevo con dolor que a Satanás se
le ha concedido cribar a los discípulos de manera visible delante de todo el mundo.
Y sabemos que Jesús ora por la fe de Pedro y de sus sucesores. Sabemos que Pedro,
que va al encuentro del Señor a través de las aguas agitadas de la historia y está
en peligro de hundirse, está siempre sostenido por la mano del Señor y es guiado sobre
las aguas. Pero después sigue un anuncio y un encargo. «Tú, cuando te hayas convertido…»:
Todos los seres humanos, excepto María, tienen necesidad de convertirse continuamente.
Jesús predice la caída de Pedro y su conversión. ¿De qué ha tenido que convertirse
Pedro? Al comienzo de su llamada, asustado por el poder divino del Señor y por su
propia miseria, Pedro había dicho: «Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador»
(Lc 5, 8). En la presencia del Señor, él reconoce su insuficiencia. Así es llamado
precisamente en la humildad de quien se sabe pecador y debe siempre, continuamente,
encontrar esta humildad. En Cesarea de Filipo, Pedro no había querido aceptar que
Jesús tuviera que sufrir y ser crucificado. Esto no era compatible con su imagen de
Dios y del Mesías. En el Cenáculo no quiso aceptar que Jesús le lavase los pies: eso
no se ajustaba a su imagen de la dignidad del Maestro. En el Huerto de los Olivos
blandió la espada. Quería demostrar su valentía. Sin embargo, delante de la sierva
afirmó que no conocía a Jesús. En aquel momento, eso le parecía un pequeña mentira
para poder permanecer cerca de Jesús. Su heroísmo se derrumbó en un juego mezquino
por un puesto en el centro de los acontecimientos. Todos debemos aprender siempre
a aceptar a Dios y a Jesucristo como él es, y no como nos gustaría que fuese. También
nosotros tenemos dificultad en aceptar que él se haya unido a las limitaciones de
su Iglesia y de sus ministros. Tampoco nosotros queremos aceptar que él no tenga poder
en el mundo. También nosotros nos parapetamos detrás de pretextos cuando nuestro pertenecer
a él se hace muy costoso o muy peligroso. Todos tenemos necesidad de una conversión
que acoja a Jesús en su ser-Dios y ser-Hombre. Tenemos necesidad de la humildad del
discípulo que cumple la voluntad del Maestro. En este momento queremos pedirle que
nos mire también a nosotros como miró a Pedro, en el momento oportuno, con sus ojos
benévolos, y que nos convierta.
Pedro, el convertido, fue llamado a
confirmar a sus hermanos. No es un dato exterior que este cometido se le haya confiado
en el Cenáculo. El servicio de la unidad tiene su lugar visible en la celebración
de la santa Eucaristía. Queridos amigos, es un gran consuelo para el Papa saber que
en cada celebración eucarística todos rezan por él; que nuestra oración se une a la
oración del Señor por Pedro. Sólo gracias a la oración del Señor y de la Iglesia,
el Papa puede corresponder a su misión de confirmar a los hermanos, de apacentar el
rebaño de Jesús y de garantizar aquella unidad que se hace testimonio visible de la
misión de Jesús de parte del Padre.
«Ardientemente he deseado comer
esta Pascua con vosotros». Señor, tú tienes deseos de nosotros, de mí. Tú has deseado
darte a nosotros en la santa Eucaristía, de unirte a nosotros. Señor, suscita también
en nosotros el deseo de ti. Fortalécenos en la unidad contigo y entre nosotros. Da
a tu Iglesia la unidad, para que el mundo crea. Amén.