CELEBRACIONES RELIGIOSAS
ÁNGELUS: DÍA DE ACCIÓN DE GRACIAS POR LOS FRUTOS DE LA TIERRA
LLAMAMIENTO AL ECUMENISMO ESPIRITUAL EN EL 40 ANIVERSARIO DE UNITATIS REDINTEGRATIO
SANTA MISA EN SUFRAGIO CARDENALES Y OBISPOS FALLECIDOS ESTE AÑO
COMENTARIO A LA LITURGIA DEL DOMINGO

 

NOVIEMBRE 2004
SEMANA DEL 8 AL 14

ÁNGELUS: DÍA DE ACCIÓN DE GRACIAS POR LOS FRUTOS DE LA TIERRA

Juan Pablo II agradeció a Dios los frutos que la naturaleza nos ofrece y pidió a María, Madre de Dios, que enseñe a los hombres a compartir los propios recursos con los más necesitados. Este fue el mensaje del Santo Padre en el Ángelus del domingo a los fieles presentes en la plaza de san Pedro del Vaticano.

Juan Pablo II recordó esta mañana, en su alocución previa al rezo mariano del Ángelus, la importancia del Día de Acción de Gracias - que se celebraba el domingo en Italia - por los frutos de la tierra que se han recolectado durante el año. El Santo Padre quiso celebrar de este modo, con los miles de fieles reunidos en la plaza de san Pedro del Vaticano, la importancia que tiene para el hombre estos alimentos recogidos de la tierra, porque “para nosotros cristianos la acción de gracias se manifiesta en la Eucaristía” explicó el Pontífice, porque en cada “Santa Misa, bendiciendo al Señor, Dios del Universo, presentándole el pan y el vino”, frutos “de la tierra y del trabajo del hombre” se demuestra este agradecimiento.

“A estos simples alimentos Cristo ha unido su oblación de sacrificio. Unidos a Él, también los creyentes están llamados a ofrecer a Dios su existencia y su trabajo cotidiano”.

Las principales celebraciones de este Día de Acción de Gracias tienen lugar en Génova, ciudad italiana que este año ha sido nombrada “Capital europea de la cultura”, como recordó el Papa, uniéndose en oración “a la comunidad eclesial genovesa y a todos los que trabajan en el sector agrícola”. Por último Juan Pablo II pidió la gratitud de todos al Señor por los frutos obtenidos de la tierra: “Que María, Madre de la Divina Providencia, nos enseñe a ser gratos al Señor por todo lo que la naturaleza y el esfuerzo humano producen para nuestro sustento, y nos ayude a compartir nuestros recursos con todos aquellos que los necesitan”.

Y tras el rezo mariano del Ángelus Juan Pablo II saludó a todos los presentes en la plaza de san Pedro del Vaticano que a pesar del frío habían acudido a esta cita dominical para estar al lado del Santo Padre.

 

40 AÑOS UNITATIS REDINTEGRATIO: LLAMAMIENTO A ECUMENISMO ESPIRITUAL

Juan Pablo II hizo un llamamiento al ecumenismo espiritual al presidir el sábado por la tarde en la Basílica de San Pedro las vísperas en el 40 aniversario del Decreto Unitatis Redintegratio.

El Santo Padre presidió el sábado la celebración de las primeras Vísperas del XXXIII domingo del Tiempo Ordinario, en ocasión del 40 aniversario de la promulgación del Decreto Conciliar Unitatis Redintegratio. “Pidamos juntos, comenzó diciendo, una fe viva que nos adhiera cada vez más a la voluntad del Padre, una esperanza firme que nos guíe por el camino de la esperanza de Cristo, una caridad unánime que nos haga dóciles a la acción del Espíritu, para ser “una sola cosa, para que el mundo crea”.

Juan Pablo II, en su homilía, comenzó saludando a los participantes en la Conferencia ecuménica convocada con este motivo por el Consejo Pontificio para la Unidad de los Cristianos, tanto católicos como de otras Iglesias y Comunidades eclesiales. Más adelante puso de relieve cómo la puesta en práctica de este Decreto conciliar ha sido una prioridad pastoral de su pontificado, ya que la actividad ecuménica se fundamenta en el designio salvífico de Dios de reunir a todos en la unidad. Es una tarea a la que todos están llamados en la Iglesia.

Para el Papa el camino ecuménico es hoy más necesario que nunca, ya que la Iglesia está llamada a ser signo e instrumento de unidad y de reconciliación con Dios y entre los hombres. Debe superar las divisiones entre los cristianos convirtiéndose, en medio de un mundo que siente profunda nostalgia por la paz, en el signo de la paz que Cristo ofrece al mundo.

El Pontífice expresó su agradecimiento al Señor por todos los que han sentido el deseo ardiente de la unidad de todos los cristianos, así como por las diferencias que han sido superadas. Al mismo tiempo, reconoció todo lo que falta todavía por hacer, así como los nuevos problemas especialmente en el campo ético, que impiden el testimonio común. Todo ello, ha insistido el Papa, nos impide poder participar en el Sacramento de la Unidad, en la Eucaristía.

Juan Pablo II reiteró también que «la actividad ecuménica y la actividad misionera están entrelazadas y son dos caminos por medio de los cuales la Iglesia cumple su misión en el mundo, expresando concretamente su catolicidad». Aún más, el Papa hizo hincapié en que «en esta época nuestra asistimos al desarrollo de un erróneo humanismo sin Dios y constatamos con profundo dolor los conflictos que ensangrientan el mundo», por lo que «con mayor razón, en esta situación, la Iglesia está llamada a ser signo e instrumento de unidad y de reconciliación con Dios y entre los hombres».

En la Basílica de San Pedro, al presidir la celebración de las vísperas en ocasión del 40 aniversario de la promulgación del decreto conciliar ‘Unitatis Redintegratio’, el Papa evocó las palabras de San Pablo: «’Mas ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo’. Porque Él es nuestra paz’ (Ef 2,13) Con estas palabras de la Carta a los Efesios, el Apóstol anuncia que Cristo es nuestra paz. En Él somos reconciliados; ya no somos forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo Jesús» (cfr Ef 2,19).

Poniendo de relieve la importancia del Ecumenismo y recordando que esta meta, es – desde los comienzos - una de las prioridades de su pontificado, Juan Pablo II subrayó el «diseño salvífico de Dios de reunir a todos en la unidad», que corresponde a «la voluntad de nuestro Señor Jesucristo que ha querido una sola Iglesia y ha orado al Padre, en la víspera de su muerte, para que todos sean uno». (cfr Jn 17,21)

Con el Concilio Vaticano II, el Santo Padre señaló – una vez más- que «el compromiso en favor del restablecimiento de la comunión plena y visible entre todos los bautizados, no se aplica sólo a algunos expertos de ecumenismo, sino que se refiere a todo cristiano, de toda diócesis y parroquia, de toda comunidad en la Iglesia».

La homilía de Juan Pablo II, leída en parte por Mons. Sandri, sustituto de la Secretaría de Estado, puso de relieve que el camino ecuménico «es hoy aún más necesario, ante un mundo que crece hacia su unificación y la Iglesia debe afrontar nuevos desafíos para su misión evangelizadora». En este contexto, el Papa citó la constatación del Concilio Vaticano II, precisamente en el Decreto que se ha querido conmemorar, «la división entre los cristianos ‘es un escándalo para el mundo y daña a la causa santísima de la predicación del Evangelio (Unitatis Redintegratio, 1).

El Papa, insistiendo en que «nuestra época advierte una profunda nostalgia de paz», reiteró que «la Iglesia, signo creíble e instrumento de la paz de Cristo, no puede dejar de comprometerse en superar las divisiones de los cristianos, volviéndose así cada vez más testimonio de la paz que Cristo ofrece al mundo».

Agradeciendo a Dios por el impulso que el ecumenismo ha registrado en estos últimos decenios y por el anhelo de unidad de numerosos cristianos en todo el mundo, el Papa ha invitado a no desanimarse ante las incomprensiones y prejuicios que impiden aún «la comunión plena y visible». Y se ha referido también a «problemas nuevos, en especial en el campo ético», que lamentablemente se han presentado.

Como escribió en la Encíclica Ecclesia de Eucaristía, sin olvidar los sufrimientos y desilusiones que nos impiden participar desde ahora en el Sacramento de la unidad, compartiendo el Pan eucarístico y bebiendo en el mismo Cáliz de la mesa del Señor, Juan Pablo II invitó a no dejarse llevar por la resignación y perseverar en la oración por la unidad.

Juan Pablo II ha concluido su homilía refiriéndose al futuro ecuménico, invitándonos a reforzar la fe común expresada en la profesión bautismal, en le Credo Niceno-Constantinopolitano, y a reforzar la espiritualidad de comunión.

 

SANTA MISA EN SUFRAGIO CARDENALES Y OBISPOS FALLECIDOS ESTE AÑO

Juan Pablo II presidió el jueves, en la basílica de San Pedro, la tradicional Santa Misa en sufragio de los cardenales y obispos fallecidos en el curso de este año. Entre ellos el cardenal español Marcelo González Martín, arzobispo emérito de Toledo, y el chileno, Juan Francisco Fresno Larraín, arzobispo emérito de Santiago de Chile.

La tradicional Santa Misa en sufragio de los cardenales y obispos fallecidos en el curso de este año, fue celebrada por el cardenal Joseph Ratzinger, decano del Colegio Cardenalicio. En su homilía, el Papa evocó las palabras de Jesús a la muchedumbre, después del milagro de la multiplicación del pan. «Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre» (Jn 6, 51). Palabras – enfatizó el Pontífice – que «anticipan, en cierto modo, el gran don de la Eucaristía, sacramento que iba a instituir en el Cenáculo, durante la Última Cena».

Tras reiterar que en la Pascua se cumple el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, el Santo Padre recordó que este mismo misterio se vuelve «constantemente actual en la Eucaristía, banquete místico, en el cual el Mesías se entrega a sí mismo como alimento a los convidados, para unirlos a sí en un vínculo de amor y de vida más fuerte que la muerte».

«Cada vez que celebramos la Eucaristía, participamos en la Cena del Señor que anticipa el banquete de la gloria celestial», subrayó asimismo Juan Pablo II, refiriéndose también a la primera Lectura, tomada de Isaías. En ella, el profeta invita a mirar hacia este glorioso banquete, que tendrá lugar en el monte santo de Jerusalén, alejando para siempre la muerte y el luto (cfr Is 25, 6 - 8). Evocación que se encuentra también el Salmo 22, con la consoladora visión del orante hospedado por el mismo Dios, que le prepara la mesa y derrama perfume sobre su cabeza (cfr Sal 22,5).

«Cuánta luz difunde la Palabra de Dios sobre la liturgia de hoy, mientras, unidos en torno al altar, ofrecemos el Sacrificio eucarístico en sufragio de los venerados cardenales y obispos, que de este mundo han pasado al Padre, en el curso de este año», afirmó Juan Pablo II, citando luego el nombre de los purpurados difuntos, entre ellos al español Marcelo González Martín, arzobispo emérito de Toledo, que murió el pasado 25 de agosto. Y al cardenal chileno, Juan Francisco Fresno Larraín, arzobispo emérito de Santiago de Chile, que falleció el pasado 14 de octubre.

El Papa invitó a rezar por ellos y por los cardenales Tzadua, etiópico, que fuera arzobispo emérito de Addis Abeba; Rossi, italiano, presidente emérito de la Comisión cardenalicia para los santuarios pontificios de Pompeya, Loreto y Bari; König, austríaco, arzobispo emérito de Viena; Thiandoum, senegalés, arzobispo emérito de Dakar; Hickey, estadounidense, arzobispo emérito de Washington, y Joos, belga, a quien Juan Pablo II había creado cardenal hace un año.

Pensando en el servicio que han brindado generosamente a la Iglesia, el Pontífice recordó las palabras del Apóstol Pablo, «La esperanza no falla» (Rm 5,5). La homilía del Santo Padre finalizó exhortando a dar gracias al Señor por todos los beneficios otorgados a la misma Iglesia mediante el ministerio sacerdotal de los pastores difuntos.

 

COMENTARIO A LA LITURGIA DEL DOMINGO

DOMINGO 33 DEL TIEMPO ORDINARIO (C): 14 de noviembre de 2004
«Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas»

Por boca del profeta Malaquías, anunciaba Dios su intervención en el día final de la historia, con imágenes llenas de fuerza y misterio: «Mirad que llega el día, ardiente como un horno: malvados y perversos serán la paja, y los quemaré el día que ha de venir y no quedará de ellos ni rama ni raíz. Pero a los que honran mi nombre los iluminará un sol de justicia que lleva la salud en las alas». Sí, Dios instaurará ya para siempre su reino de justicia y de paz en un mundo totalmente renovado. Un sol de justicia alegrará, entonces, a los que con su vida construyeron un mundo según Dios; mientras que un fuego devorador destruirá a los que lo quisieron impedir. La llegada definitiva del Señor es, pues, motivo de alegría para los que desean que cambie la situación. Su esperanza es sostenida hoy por el salmista que exclama: «El Señor llega para regir los pueblos con rectitud». También Jesús nos anuncia el final, para fortalecer nuestra perseverancia.
A la vista del templo, algunos de los que iban con Él ponderaban su belleza, por la calidad de la piedra y los exvotos. Jesús percibe la confianza popular en aquel lugar santo, que todos habían contribuido a engrandecer con sus ofrendas. El templo era el orgullo de Israel y el signo visible de su unidad. Su presencia les daba seguridad. Y Jesús, entonces, les echa como un jarro de agua fría, anunciándoles: «Esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido». Algunos interpretan que se está refiriendo, sin duda, al fin del mundo. Y, por eso, le preguntan: «Maestro, ¿cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está por suceder?». Jesús les aclara, en seguida, que una cosa será la destrucción de Jerusalén y su templo, que no tardará en llegar, y otra cosa el final de la historia con la llegada del reino. Y es ahora cuando, dirigiéndose ya a sus discípulos, nos advierte sobre lo que de verdad nos ha de preocupar. Lo que interesa no es cómo y cuándo será el fin, que de todas formas llegará. Lo importante es cómo hemos de perseverar sus discípulos en el tiempo que media entre aquella Jerusalén destruida y el día final de la historia. Jesús nos anuncia guerras, persecuciones y oposición, porque nos tocará siempre el mismo destino que a Él. Pero nos promete su presencia constante y eficaz, para no desfallecer. Y, así, nos anima a discernir en los signos de los tiempos, sin dejarnos engañar por otras promesas extrañas a su Evangelio.

El Concilio Vaticano II nos hablaba de esta postura que ha de mantener la Iglesia en medio de la historia y hasta el final: «La Iglesia a la que todos hemos sido llamados en Cristo Jesús y en la cual, por la gracia de Dios, conseguimos la santidad, no será llevada a su plena perfección sino cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas (Hch 3,21). Esta restauración prometida que esperamos, ya comenzó en Cristo y es impulsada con la venida del Espíritu Santo; y continúa en la Iglesia, en la cual por la fe somos instruidos también acerca del sentido de nuestra vida temporal, en tanto que con la esperanza de los bienes futuros llevamos a cabo la obra que el Padre nos ha confiado en el mundo y labramos nuestra salvación... Y mientras no haya nuevos cielos y nueva tierra, en los que tenga su morada la santidad, la Iglesia peregrinante –en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo–, lleva consigo la imagen de este mundo que pasa... en espera de la manifestación de los hijos de Dios» (LG 48).

Ya en tiempos de S. Pablo, algunos cristianos de Tesalónica vivían ociosos, con la excusa de la llegada inminente del Señor. El apóstol reprende su actitud y nos anima a prepararnos para el día del Señor, justo con el trabajo de cada día. Lo escuchamos hoy en la segunda lectura: «El que no trabaje, que no coma. Porque nos hemos enterado de que algunos viven sin trabajar, muy ocupados en no hacer nada. Pues a ésos les mandamos y recomendamos por el Señor Jesús, que trabajen con tranquilidad para ganarse el pan».